Punto Kairo - Impunidad rampante
En opinión de Juan Salvador Nambo
Ocurrió en menos de cinco minutos. La casa en la que estábamos mi compadre y yo, tenía una ventana que daba a la calle. Un auto de lujo, pero evidentemente maltratado, se estacionó de manera abrupta frente a nosotros que mirábamos hacia fuera. Dos hombres bajaron de él; ninguno tenía facha de maleante, al menos no como el prototipo que a diario se ve en las películas de Netflix.
Uno de ellos comenzó a gritar el nombre de alguien hacia el interior de la unidad en la que nos encontrábamos. Nadie salió. Sin embargo, el susodicho arribó justo en un taxi. Lo identificaron y trató de escabullirse pero no pudo. Los dos sujetos lo tomaron a punta de golpes. El taxista hizo una maniobra para salir del lugar inmediatamente.
Al ver lo que pasaba, cerramos las cortinas, le bajé a la música y miramos con precaución a través de un hueco por el que podía entrar la cámara fotográfica. El hombre era golpeado una y otra vez por sus captores que trataban de subirlo al vehículo color crema. Gritaba pero no pedía auxilio. Tal vez porque no se lo permitía la misma golpiza, o tal vez porque sabía que su final era inevitable.
Un niño gritaba: ¡Mamá, le están pegando a mi tío! Los sujetos lograron subir al hombre al auto y llevárselo a toda velocidad. Al escuchar el rechinido de las llantas salimos a la calle. Unas vecinas salieron por el niño que, inconsolable, preguntaba a dónde se habían llevado a su tío.
En la calle, las personas fueron aglomerándose, cuchicheaban entre ellas, llamaban a la policía, preguntaban por el número de placas del vehículo, se lamentaban, hablaban de la inseguridad, del mal gobierno, de la impunidad.
Días antes la guardia nacional hacía cateos por la zona, habían baleado a unos vecinos que sin deberla ni temerla pasaban cerca de un funeral, con sus paraguas y en plena lluvia cayeron e intentaron protegerse pero tres fueron heridos de gravedad por sujetos desconocidos, en autos desconocidos, sin placas. Muy cerca de ahí, también habían entambado un cadáver ya en avanzado estado de putrefacción, lugar que ya se había convertido en tiradero de muertos.
Regresamos al comedor donde minutos antes convivíamos. La mesa estaba servida. Estaba la familia de mi amigo. Pregunté si el chavo estaba relacionado con la venta de drogas, lo cual sirvió para tranquilizar el ambiente, hablamos lo que pasaba cerca del lugar, de las extorsiones que eran constantes e incluso salió alguna que otra broma relacionada.
No era la primera vez que yo presenciaba un levantón. Había sido testigo de diversos incidentes relacionados con la captura de delincuentes, accidentes o muertes, ya que durante un tiempo me encargué de tomar fotos a todo lo que se hacía en la policía municipal. A los detenidos solía decirles: ponga su cara de cabrón, de hecho, sólo lograba enojarles y que se me quedaran mirando como con ganas de madrearme por todo lo que implicaba “darles cine”.
Me explico: mi labor era tomar evidencia, fotos y videos a los detenidos, pero no sólo a ellos, sino a todos los incidentes violentos en la ciudad que en esa época no eran tantos (al menos no en comparación con lo que ahora ocurre) y solía ir a los operativos, accidentes, manifestaciones, madrizas, y lo que se acumulara, a lo largo de todo mi turno nocturno de trabajo. De eso ya tiene más de dos décadas. Ahora no existen los departamentos de prensa en la policía, el argumento: garantizar los derechos humanos.
Las relaciones que tejes en este tipo de labores no son las más sanas, encuentras de todo y puedes hacer amistad con el mismo diablo. Te atrae el poder que puede darte un arma, la falta de escrúpulos, dar un nombre, hacer una foto y una nota escrita.
Ya en la mesa pensaba en lo buena que era la nota: pertenecía a una realidad cínica como cínicos son los políticos, los delincuentes y la sociedad misma; sonreía al considerar que eran ellos, los criminales, quienes tenían más posibilidades que uno mismo de cambiar la realidad. Huelo y saboreo la carne asada, la sopa, los nopales, los frijoles. Le subo a la radio en el que pasaban las rolas de Julio Jaramillo. Terminamos de comer. Y seguimos tomando hasta tarde.
Mi compadre, el dueño de la casa. Estaba entusiasmado por la nota y las fotos. Al llegar a casa me sentí feliz de ver que mis hijos dormían plácidamente, bajé las fotos, las guardé en mi computadora y me fui a dormir tranquilo, pensando en el final, quizá trágico, del hombre al que con toda impunidad y a plena luz del día, lograron llevarse.