El Tercer Ojo - ¿Qué es la vida?

En opinión de J. Enrique Álvarez Alcántara

El Tercer Ojo - ¿Qué es la vida?

Amables lectores que siguen esta columna de El Tercer Ojo; en la colaboración precedente (13 de febrero de 2021) abordaba, bajo el faro de una perspectiva que pudiese ser considerada “humanista”, más que existencialista, el asunto de la muerte como un fenómeno que trasciende las visiones “espiritualistas” o místico-religiosas.

 

Escribía, sin aspaviento alguno que: «Por lo menos, desde hace prácticamente medio siglo, la muerte no ha sido (… únicamente…) la parte del final de la vida misma y de la condición de lo vivo que, por lo demás, sabemos es inevitable, aunque evitemos pensar en ello o hablar de ello (...) La muerte ha sido consecuencia, además de la propia condición humana, del conjunto de condiciones materiales e ideales de existencia de nuestras sociedades abducidas por una violencia demencial estructural, una división irracional entre sectores hundidos en la pobreza y la miseria, carentes de los mínimos recursos que les permitan vivir con calidad y dignidad, y grupos, unos cuantos, anclados en la opulencia económica y política (…) La muerte derivada de catástrofes tales como terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas tormentas, etcétera, llega desigualmente a los sectores sociales en la pobreza y en la opulencia; la que viene acompañada de epidemias como la que desde el año 2020, el “Año de la Peste”, nos agobia y nos provoca reacciones de ira e impotencia, también llega inequitativa».

 

A lo largo de la historia de la humanidad podemos identificar diversas actitudes y concepciones sobre la muerte, en diferentes regiones del orbe.

 

La “muerte”, sabida como parte final del calendario de nuestra existencia individual es, sin duda, una certeza a toda prueba y una evidencia irrefutable de nuestra finitud. Es, ciertamente, la muestra palpable de la contradicción entre el “Ser” y la “Nada”. Entre Ser y dejar de Ser.

 

No somos seres perpetuos y jamás podríamos decir, como el Nazareno expresó: “Yo soy el que soy”. Nosotros somos y dejamos de ser de un modo para ser de otra manera. Y seremos y dejaremos de ser, a perpetuidad.

 

Tal vez, quizás, probablemente, luchando contra lo inevitable, busquemos denodadamente seguir siendo, a través de los otros, el perfume de un recuerdo que habita la memoria individual, colectiva o histórica de quienes siguen el sendero de la vida en este planeta. Empero ello es una metáfora, metonimia pura.

 

¡¡¡Pero claro!!! Que somos seres demarcados por un punto de partida y un punto de llegada. Por un principio y un fin. Principio y fin son los extremos conocidos de un espacio que, corto o largo, de una u otra manera, es la muestra viva de nuestra existencia; la vida misma.

 

Hay quienes asumen que, biológicamente hablando, la vida es un conjunto de sistemas, procesos y actividades físico-químicas, o bioquímicas, demostrables mediante recursos de laboratorio y procedimientos “regulados” por “la ciencia”.

 

Pareciera como si un sistema músculo/esquelético/epidérmico –humanamente dicho—se relacionara con otros sistemas músculo/esquelético/epidérmicos o con diferentes elementos de la realidad objetivamente existente para asegurar su ciclo de génesis, nacimiento, crecimiento, desarrollo, reproducción y muerte. Sin embargo, eso no es el sentido que adquiere el concepto de vida en nuestra existencia humana.

 

Ser, estar, existir, tener, realizar procesos vitales, reproducirse, nutrirse, etcétera, ni son equivalentes, ni pueden concentrar dentro de sí mismos el significado y sentido de la vida misma, humanamente dicho.

 

Preocupados, de una u otra manera, y sabedores de que es inevitable la muerte, algunos profesionales de la psicología se han dado a la tarea de inventar una subdisciplina que, según ellos, tiene por objeto «Encontrar el sentido al proceso de la muerte, sus ritos y significado, concebido como disciplina profesional, que integra a la persona como un ser biológico, psicológico, social y espiritual para vivir en plenitud y buscar su transcendencia. También se encarga de los duelos derivados de pérdidas significativas que no tengan que ver con la muerte física o enfermos terminales».

Una definición más concreta, y vertida por ellos mismos, es considerarla como «el estudio de la vida que incluye a la muerte. Del origen griego thanatos (muerte) y logos (estudio o tratado); por tanto, el objetivo de la tanatología es proporcionar ayuda profesional a un ser humano con una enfermedad en etapa terminal y a sus familias, o bien a una persona que esté viviendo algún tipo de pérdida».

Quizás algunos psiquiatras de posguerra en el Siglo XX, Bruno Bettelheim (1903-1990) y Viktor Frankl (1905-1997), y tal vez por haber sido sobrevivientes de los Campos de Concentración Nazis, en Dachau y en Auschwitz, así como a los efectos perniciosos de la tortura y la deshumanización, pudieron ofrecer una alternativa para enfrentar exitosamente, hasta donde ello sea posible, la vida que, naturalmente seguía al sufrimiento y a los dilemas que la realidad presenta.

Surviving and Other Essays –hay traducción al castellano, Sobrevivir, el holocausto una generación después, Crítica, Barcelona—(1979), de Bruno Bettelheim, y El Hombre en Busca de Sentido –Herder—(1979) de Viktor Frankl, son dos de los textos que sintetizan la experiencia y concepción que sobre la vida misma tuvieron y la oferta que nos hicieron para afrontarla.

Boris Cyrulnik (1937-), por su lado, es un Psiquiatra y Psicoanalista que bajo otro nivel de análisis ofrece una veta prometedora al proceso de construcción de estrategias de afrontamiento de las calamidades que se enfrentan desde la infancia más precoz y propiciar así las condiciones favorables para vivir y organizar la vida, no como destino o tragedia, sino como una condición que tenemos entre dos extremos; a saber: el nacimiento y la muerte. Dos certezas, quizás las únicas que tenemos a lo largo de la vida misma.

 

Entre una serie de libros ampliamente difundidos y conocidos en nuestro medio, es probable que La naissance du sens –Ed Hachette—(1991), y La résilience ou comment renaître de sa souffrance –Ed Fabert—(1997) sean la muestra clara de que la vida es nuestro objeto y no la muerte como algunos creen.

 

Quizás un aforismo de E.M. Cioran (1911-1995), paradójica y no parajódicamente, sea útil en la intención de mostrar cómo en lo que parece insignificante puede hallarse el sentido de la vida, más allá de sus sinsabores: «Cuando me paseaba, tarde, por el camino bordeado de árboles, una castaña cayó a mis pies. El ruido que hizo al estallar, el eco que suscitó en mí, y un temblor desproporcionado con respecto a ese ínfimo incidente, me sumergieron en el milagro, en la embriaguez de lo definitivo, como si no hubiera ya más preguntas, sino respuestas. Me sentía ebrio de mil evidencias inesperadas con las que no sabía qué hacer…».

 

¿Qué es la vida?

 

Tal vez la vida no sea, en el sentido ontológico de la existencia y de cualquier definición tautológica: «El Ser es lo que es, el no Ser es la nada», una entidad estática que debemos aprehender con todos nuestros sentidos y propósitos; quizás tampoco sea una entelequia o un algo existente en el éter esperando a ser aprehendida por los seres que nos proponemos vivir serena y felizmente.

 

De ninguna manera puede ser reducida a la existencia misma en sentido biológico y definida, de cierto modo, en función de algunas preguntas: ¿Qué es lo que define a la vida? ¿Cómo podemos distinguir entre lo que está vivo y lo que no? 

 

La biologada suele expresar un conjunto de criterios que deben presentarse para considerar a un ser como vivo o viviente.

 

Enumerados como propiedades de lo vivo pudieran ser: organización, metabolismo, homeostasis, crecimiento, reproducción, irritabilidad y, por supuesto, evolución.

 

Desde luego que lo que expresa Cioran en el aforismo citado trasciende, y con creces, esta aproximación a la vida.

 

Asombrarse, desear, aborrecer, temer, ignorar, saber, dudar, inquirir, sonreír, llorar, compartir, amar, soñar y crear –en el sentido de la Poiesis—, en nosotros los seres humanos, también son parte de la existencia vital o de la vida.

Es decir, para nosotros los seres humanos la vida no se reduce a la existencia o a la posesión –del verbo tener—de ciertos rasgos o características, sino que, además, implica, independientemente del grado de consciencia y autoconsciencia que tengamos de ello, un proceso de proyección deliberada hacia lo que tanto Bruno Bettelheim, como Viktor Frankl y Boris Cyrulnik sugirieron y descubrieron en sus propias vidas.

 

Me refiero aquí a la noción de “Sentido”, el “Sentido de la vida”.

 

Es aquí donde hallamos el quid del asunto.

 

No podremos construir una comprensión, explicación y proyección de la vida –sea en un status individual o colectivo—si no respondemos –tanto individual como colectivamente—a las interrogantes esenciales en nuestra existencia.

 

¿Qué sentido tiene o para qué me encuentro –o nos encontramos—aquí y ahora?

 

Más allá de las funciones vitales ¿Qué es la vida para mí y para los miembros de la colectividad?

 

Y pudiérase continuar con una serie de preguntas que ayuden a construir respuestas plausibles y admisibles como meta de nuestra existencia.