¿Qué nos encadena?
En opinión de César Daniel Nájera Collado
Corría el año 2009, y después de un verano más confuso que vacacional, me mudé junto con mi familia a la ciudad de Cuernavaca. No sé cómo, y aún no tengo tan claro el porqué, pero la primera decisión de mis padres fue inscribirme en una escuela legionaria, incluso antes de escoger la casa. La idea de ir a una institución con dos canchas de fútbol sonaba bien, por lo que no reparé mucho en ello hasta mi primer día de clases. Llegado el momento, a las 6 a.m., mi madre me ayudó a vestir con el uniforme de gala, que consistía básicamente en un traje de colores opacos y camisa blanca con corbata. Lo primero que emitió la maestra esa mañana fue un regaño, todo porque un compañero no tenía los zapatos boleados y calcetines grises, quien perdió varios puntos de la calificación de conducta. Acto seguido, se repasaron los lineamientos: aparte de exigir un aspecto totalmente impoluto durante la jornada entera, quedaban terminantemente prohibidas las maldiciones; las malas palabras ni se diga. Se haría oración todos los días antes de empezar y a las doce, siendo la memorización de tales plegarias obligatoria y calificable. Además, nunca se mencionaría ningún aspecto relacionado con la sexualidad, de lo contrario se aplicaría una sanción. Jamás hubo algún tipo de orientación, ni siquiera desde el mero aspecto fisiológico. Así, crecí confesándome cada que se me salía una mala palabra, por más que estuviese solo. La idea de repetir las prácticas de las que hablaban mis amigos me generaba tanta angustia que jamás lo consideré normal, y hasta llegué a sentir culpa por mis deseos. Liberarme de tales consideraciones me llevó años, y no sé si lo hice de la mejor forma.
Hace mucho, un filósofo casi tan atemporal como la duda consideró al cuerpo la prisión del alma. Algunos después quisieron matizar, pero resultó inevitable que este precedente, de alguna forma u otra, funcionase para que la Razón se erigiera como el núcleo de la humanidad. Así, se buscó la libertad con tal núcleo controlando todo, tal vez sirviéndose de otros aspectos como los sentidos, pero nunca equiparándose; estos siempre fueron o al menos debían ser los subordinados, en el mejor de los casos. Bastante tardaron aquellos locos, quienes le quitaron un poco de esa divinidad en busca de omnipotencia con la que se jactaba la Razón, y se cuestionaron si tal vez la libertad dependía de algo más, o incluso si era privada por otro aspecto. Se plantearon pocas cosas tan hermosas como el intentar liberarnos casi totalmente, donde no se trataba de lo que han hecho de nosotros, sino de lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros. Sin embargo, me quedan dudas. En un mundo tan subliminal, tan “correcto políticamente”, tan dictador, ¿no será que es al revés? ¿No será que, en muchas ocasiones, el alma es la prisión del cuerpo?