Observador político - Un negocio la cárcel: la impunidad detrás de las celdas
En opinión de Gerardo Suárez Dorantes

Un claro ejemplo de la farsa que representa el sistema penitenciario en el país es lo que ocurre en el penal de Atlacholoaya, en Morelos, puesto que lo que debería ser un espacio para la reinserción social se ha transformado, por décadas, en un negocio redondo que florece con la complicidad de las autoridades. Y es que las denuncias sobre la venta de droga, el tráfico de alcohol y la operación de redes de extorsión desde el interior de estas cárceles, ya no son una novedad; son la normalidad de un sistema podrido desde sus cimientos.
NEGOCIO MULTIMILLONARIO.- La declaración del Secretario de Seguridad Pública, Miguel Ángel Urrutia, en el sentido de que se generan ingresos ilegales de más de 16 millones de pesos mensuales es una confesión de parte; y no, no es una cifra abstracta; es la evidencia de cómo la corrupción se ha institucionalizado, afectando directamente a los internos pero también a sus familias, quienes son obligadas a pagar cuotas por el simple derecho a visitar a sus seres queridos.
Es decir, se lucra con el sufrimiento y la desesperación, mientras las autoridades se hacen de la vista gorda. Y eso, todos los saben.
AUTOGOBIERNO Y OMISIÓN.- La complicidad disfrazada de incapacidad, más aún, con las supuestas "depuraciones" del sistema penitenciario son, en el mejor de los casos, un acto de simulación. ¿Por qué? Simple: se decomisan cientos de dispositivos, pero nadie es sancionado, es decir, ya es un ritual vacío que se repite una y otra vez, porque el problema no es la falta de operativos, sino la omisión deliberada de las autoridades.
Peor aún, el autogobierno, que es donde grupos de internos controlan el penal con la anuencia de los custodios, esta es la prueba irrefutable de que la corrupción no es un defecto del sistema, sino parte de su funcionamiento.
La sobrepoblación, un problema real y gravísimo, es utilizada como excusa para justificar la falta de condiciones dignas y el caos, sin embargo, ¿qué explicación tiene que penales ya construidos, como el de la capital, permanezcan sin ser utilizados? La respuesta es simple: el negocio de la cárcel no necesita más infraestructura, necesita más impunidad. Mientras más precaria sea la situación, más fácil será extorsionar y más lucrativo será el negocio para quienes lo controlan.
LOS DERECHOS HUMANOS, UNA UTOPIA TRAS LOS BARROTES.- La impunidad y la corrupción en los penales de Morelos demuestran que, para las autoridades, los derechos humanos de las personas privadas de su libertad y de sus familias no tienen valor, sobre todo, porque el sistema penitenciario actual no cumple con su fin: se ha convertido en una fábrica de delincuencia que, lejos de rehabilitar, reproduce la violencia y la injusticia.
Erradicar esta situación no será posible con "declaraciones alegres" o anuncios de depuración, lo que se requiere es voluntad política real que rompa con las redes de complicidad, castigue a los responsables, y enfrente la sobrepoblación con soluciones estructurales y humanas. De lo contrario, los penales de Morelos seguirán siendo lo que son hoy: espacios de dolor, violencia y, sobre todo, un negocio plagado de corrupción que nadie quiere cerrar.
EL SOBRECUPO.- El trágico asesinato de José “N” a manos de su familiar Fredy “N” en el Cereso de Morelos no es un hecho aislado. Se nos ha explicado que fue una “riña” entre parientes, como si la violencia fuera un asunto personal y no una manifestación del colapso del sistema penitenciario.
Este suceso, lejos de ser una anécdota, revela las fallas estructurales de un modelo de justicia que nos han vendido como la única vía posible para la paz.
La narrativa oficial se empeña en desviar la atención de lo fundamental: las cárceles no son centros de reinserción, sino incubadoras de violencia. El secretario de Seguridad, Miguel Ángel Urrutia Lozano, lo confirma de manera involuntaria al señalar el sobrecupo del 50% como la causa principal de la crisis. Este dato, lejos de ser un simple problema logístico, es la evidencia de una política de seguridad fallida que prioriza el encarcelamiento masivo sobre la prevención y la atención a las causas profundas del delito.
Se nos dice que la solución es “despresurizar” los penales, trasladando a los presos de una cárcel a otra. Pero esto no es más que una solución de parche que ignora el verdadero problema y no, no se trata de reacomodar a la gente, sino de cuestionar por qué hay tanta gente presa en primer lugar. La justicia de clase es evidente: ¿quiénes llenan las cárceles?
Los más pobres, los marginados, aquellos a quienes el sistema ha fallado desde el inicio, aunque otros, como el propio José “N” son d e alto riesgo y peligrosidad, ya que él estaba preso por secuestro, un delito de alto impacto que le causa un severo daño a la sociedad en general.
Empero, la justicia para el sistema, parece ser un negocio y una herramienta de control.
MÁS CÁRCELES, ¿MENOS JUSTICIA?
La inauguración del nuevo penal en Cuernavaca por parte del gobernador interino, Samuel Sotelo Salgado, es el epílogo de una gestión que se fue con grandes y severos cuestionamientos durante el casi sexenio de Cuauhtémoc Blanco, pero que deja su huella de cemento y encierro, con una capacidad para 804 personas, este nuevo centro penitenciario se presenta como la gran solución al problema de la sobrepoblación carcelaria, una "victoria" más de la mano dura que se ha convertido en el único argumento de la política de seguridad.
Los funcionarios, con el titular de la Comisión Estatal de Seguridad, José Antonio Ortíz Guarneros, a la cabeza, celebraron este proyecto de 1,700 millones de pesos (1,500 de construcción más 200 de inversión federal) como una medida para “reducir la sobrepoblación”.
Pero la realidad es tozuda y los datos la desmienten. En 2022, el mismo coordinador del Sistema Penitenciario, Jorge Israel Ponce de León Bórquez, reconocía un 27% de sobrepoblación solo en el Cereso de Atlacholoaya, lo que se traduce en unos 4,000 reos y reas de más. En otras palabras, esta nueva cárcel apenas resolverá una fracción del problema, y en el mejor de los casos, será un alivio temporal antes de que se vuelva a llenar. Y tras más de un año, no se ha utilizado esta infraestructura carcelaria de la capital.
La sobrepoblación en las cárceles no es un problema de espacio, es un síntoma de un sistema fallido que criminaliza la pobreza y la marginalidad. En lugar de invertir miles de millones en la construcción de jaulas de seguridad media-alta, el Estado debería canalizar esos recursos hacia la raíz de los problemas: en la educación, en la salud mental, en la creación de empleos dignos, en la prevención del delito a través de políticas sociales efectivas.
Se nos dice que estos nuevos muros “mantendrán el orden, la estabilidad y la gobernabilidad”, pero la realidad es que el Estado, al invertir en la represión y no en la justicia social, solo reproduce la violencia. Una cárcel no reforma, no rehabilita. A lo sumo, aloja a quienes el sistema ha dejado atrás, pero no les ofrece una verdadera posibilidad de reinserción.
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