El Tercer Ojo - Hoy no quiero la palabra
En opinión de J. Enrique Álvarez Alcántara
Estimados lectores que siguen El Tercer Ojo, hoy no me propongo ocupar este breve espacio y tiempo para explicar las razones subyacentes al acto de escribir ni, tampoco, para definir, sucintamente, la poesía o conceptos relacionados con la práctica clínica dentro de los ámbitos de la denominada salud mental; tampoco pretendo presentar a ustedes una serie de reflexiones sobre asuntos que tiene que ver con las discusiones de naturaleza ideológica o política con respecto a la consulta que el próximo domingo se realizará en nuestra nación.
Y no porque no sean importantes o no demanden un ejercicio de análisis y reflexión, sino por un principio de demarcación.
Hoy no quiero la palabra para proferir herejías, para lanzar anatemas, para babear o para escupir los irascibles mensajes que enmascaran y velan los miedos que se miran por todos lados y que nos tornan, a modo de mecanismos de defensa psicológica, en jueces y verdugos de los otros que no somos nosotros y en insensibles personajes que incapaces parecemos de compartir, al menos eso, la esperanza y la confianza de que no nos hallamos ante los Siete Jinetes del Apocalipsis o frente a los Heraldos Negros que presagian la apertura de una Caja de Pandora que promete una Dulce Certidumbre de lo Peor.
¡No!
No quiero la palabra para convencerles, o seducirles con ella, de que no logran aún, quienes propónganselo o no, con sus palabras, convertirnos en números y cifras estadísticas que utilizan para engolar y disfrazar sus discursos y prácticas retóricas.
Sé muy bien (del verbo saber, que no del verbo ser en su expresión imperativa), y bien lo sé, tanto como ustedes, que cuando los números dejan de ser elementos fríos y distantes, cobran vida y adquieren un nombre que les singulariza y les hermana con los otros números que han cobrado, o cobrarán vida y tendrán un nombre propio que les hará únicos e irrepetibles.
Ahora bien, además lo sé, como ustedes también, que existen algunos números primos que aunque se encuentren muy cerca uno del otro, jamás se tocarán el uno con el otro e invariablemente estarán separados por un número par; a estos se les conoce como números primos gemelos—P. Ej. (3, 5), (5, 7), (11, 13), (17, 19), (29, 31), (41, 43), …—.
Pues bien —dijera el vate Manuel Acuña en su famosísimo Nocturno a Rosario—, sean o no primos los números, cuando adquieren vitalidad y se posesionan de un nombre que les identifica, misteriosamente dejan de ser números y se transforman en seres que han tocado a otros seres o que, recursivamente, han sido tocados por otros seres. Entonces, sólo entonces, representan ausencias que duelen, anhelos que se esperan, recuerdos que perviven, enseñanzas que se añoran o sueños que vagan por los espacios nocturnales de nunca insomnes personajes.
¿Qué más de cien mil seres humanos desaparecidos en nuestro país siguen siendo buscados por sus familiares o amigos?
¿Qué poco más o menos 300 mil seres humanos han muerto en México como consecuencia de la epidemos de COVID-19, sin contar los otros que perecieron de otras enfermedades?
¿Qué otros más de cien mil personas han muerto a consecuencia de la violencia estructural que padecemos desde hace varios años?
¿Que miles de mujeres son violadas o asesinadas en nuestro país?
Y que otros tantos cientos de miles de seres humanos, aquellos que mantuvieron relaciones afectivas o circunstanciales con los primeros cientos de miles de muertos hoy sufren las consecuencias psicológicas, económicas e ideológicas adversas, cobren vida y dejen de ser números nos coloca, estimados lectores, ante el innegable hecho de una realidad que ha dejado caer en pedazos irrecuperables los números como referentes de la retórica discursiva y se transformen en una realidad ante la cual no podemos ocultar la cabeza como dicen que hace el avestruz.
Hoy por hoy he utilizado la palabra para mostrar a ustedes que cuando los números se desvanecen y cobran vida, cuando adquieren nombre propio, tenemos ante nosotros la muestra viva del peligro que corremos hoy, además de las calamidades que he descrito, y que parece invisibilizado: la pérdida progresiva de nuestra capacidad de ser tocados por el dolor de los otros y con ello nuestra sensibilidad humana y humanista.
Pero más todavía, que volvamos a perdernos a nosotros mismos y nos tornemos, de nueva cuenta, en números que sirven a la retórica discursiva.