Escala de Grises - Única vía
En opinión de Arendy Ávalos
El pasado 17 de octubre, colectivos feministas y estudiantes denunciaron que una alumna del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Sur, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), había sido víctima de abuso sexual en las instalaciones del bachillerato. Un par de días después, los hechos fueron confirmados por la institución.
De acuerdo con las declaraciones de la alumna, eran las 16:00 horas cuando decidió salir de su salón para ir al sanitario. Una vez ahí, sintió que alguien la abrazó por la espalda, le tapó la boca y abusó de ella. La estudiante regresó al aula a pedir ayuda y acudió a las oficinas de asuntos escolares, donde contactó a un familiar para que la acompañara en el proceso.
La abogada de lo jurídico, después de decirle que guardara silencio, le recomendó a la alumna que no se acercara a ninguna colectiva feminista. Bajo la consigna de que “no había suficientes pruebas” y que la institución no podía hacer mucho al respecto, la joven acudió a la Fiscalía Especializada en Atención a Delitos Sexuales y presentó una denuncia formal.
No fue hasta dos días después de lo ocurrido que la dirección del CCH Sur aseguró atención psicológica para la alumna. A través de su cuenta de Twitter, las autoridades del CCH Sur difundieron un comunicado en el que aceptaban “un evento desafortunado que afectó la integridad de una alumna”. No sé qué opine usted, pero —para empezar— “desafortunado” no me parece calificativo suficiente para describir una violación.
Para el viernes 21 de octubre, estudiantes y colectivas feministas convocaron a una asamblea para definir las manifestaciones que se llevarían a cabo con el objetivo de exigir justicia para su compañera y medidas de seguridad para todas las mujeres que forman parte de la UNAM.
El lunes de esta semana, se realizó una protesta en Ciudad Universitaria que se difundió a través de medios tradicionales y plataformas digitales. Sin embargo, la razón principal de su viralización no fue el abuso sexual ocurrido dentro del CCH Sur, sino las pintas a la Torre de Rectoría y al mural de David Alfaro Siqueiros, donde se podía leer “UNAM acosadora”.
Y es que la misma UNAM decidió describir lo ocurrido como “actos vandálicos”, mismos que condenó enérgicamente (como siempre). “Las agresiones y los daños ocasionados al patrimonio de la Universidad y, por tanto de la Nación, desvirtúan el fondo de la manifestación. Ejercer la violencia con tanta brutalidad, cuando se dice estar contra la violencia, es un contrasentido”, estableció en un comunicado. Muy filosófico (y superficial) el argumento.
En la misma publicación, la Universidad reprobó absolutamente la agresión sexual ocurrida en el CCH Sur y refrendó su voluntad de seguir trabajando con las autoridades. Del mismo modo, aseguró que la Rectoría no elude sus responsabilidades y se mantiene abierta al diálogo. Ah, ya.
Resulta increíble (en el sentido más literal de la palabra) que la Máxima Casa de Estudios establezca el diálogo como “única vía para lograr acuerdo” cuando ha ignorado todas las demandas por parte de la comunidad estudiantil, por lo menos en lo que respecta a violencia de género. Lo ocurrido el 17 de octubre no es un caso aislado, no es la primera agresión sexual que ocurre en el CCH Sur y tampoco es la primera que se registra en la Universidad.
No tenemos que ir tan lejos: el 30 de agosto de 2022, una alumna denunció haber sido víctima de un intento de violación dentro del plantel en cuestión. Según las organizaciones feministas, al acudir con el departamento jurídico, la única recomendación fue guardar silencio. Aparentemente, ese es el único diálogo al que está abierta la institución, es la única frase que tienen disponible.
Las medidas y estrategias de seguridad que ha implementado la universidad en sus planteles ha sido cuestionada en repetidas ocasiones por estudiantes y docentes; pero no parece haber cambios. Mecanismos como el llamado “botón de pánico” en los baños de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales o los botones de emergencia que se han colocado alrededor del campus continúan sin resolver las agresiones sexuales en la UNAM.
¿Por qué? Porque son respuestas superficiales a un problema estructural (en el país y en la misma universidad). Los botones de pánico sirven de muy poco (o nada) si, en el fondo, las autoridades continúan sin saber cómo atender las denuncias de violación. ¿Cuál es el punto de revisar credenciales en la puerta de cada plantel si, cuando un docente es acusado de acoso, no pasa absolutamente nada?
Las personas ajenas a lo que ocurre dentro de la Universidad de la Nación (aunque formen parte de ella) podrán escandalizarse por los “actos vandálicos” y muchas otras podrán sentir que se les arruga la historia al enterarse de los daños al mural de Siqueiros. Sin embargo, el problema va mucho más allá.
Son incontables las veces que alumnas, maestras y grupos feministas de la universidad han intentado entablar un diálogo con las autoridades para evidenciar la violencia de género, las agresiones y los conflictos que ocurren todos los días en la Máxima Casa de Estudios. Son incontables las letras que conforman los pliegos petitorios que se han leído en la explanada de la Torre de Rectoría, las manifestaciones pacíficas, las marchas dentro del campus para exigir seguridad y las cosas no parecen cambiar.
¿Realmente el diálogo es la única vía? ¿Qué pasa cuando, después de intentar hasta el cansancio, las autoridades de la Universidad siguen sin escuchar? ¿Cuál es la alternativa cuando ir a estudiar representa la posibilidad de ser víctima de abuso sexual? ¿De qué otra forma pueden hacerse escuchar la rabia y la impotencia en la comunidad?
Tal vez ha llegado el momento de replantearnos los llamados “actos vandálicos” y el “combatir violencia con violencia”. Tal vez ya es hora de entender que el fondo de la manifestación será siempre más importante que los vidrios rotos o las pintas en las paredes. El mural de Siqueiros podrá ser restaurado de forma sencilla por la Universidad, ¿para cuándo la tranquilidad?
Por mi raza hablará mi espíritu:
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