Cuando sea demasiado tarde… - La muerte de los Intocables.
En opinión de Gabriel Dorantes Argandar
Todo empezó el sábado. Les he de confesar que no me esperaba la oleada de respuestas que me llegó a partir de mi columna de la semana pasada. Hubo quien entendió lo que su servidor quiso expresar casi al pie de la letra, pero hubo quién se fue completamente por otro lado. Es una vergüenza que apoyes a Joe Biden, Gabriel. No eres objetivo, has mostrado una cara partidista, Gabriel. Para aquellos que no me conocen, yo no tengo inclinación hacia ningún partido político ni corriente ideológica. No apoyo al pelmazo en turno, ni a ningún pelmazo, y opino que en general todos son igual de mediocres que el anterior, o el anterior, o el anterior, etcétera, ad nauseam. A mí lo que me interesa es esta gran oportunidad de poder ser testigo del fin de esta era, el fin del sueño de la libertad, la igualdad, los derechos humanos… Todas estas son utopías que nos quisieron vender como posibles realidades para cegarnos mientras las estructuras sociales, que desde hace un siglo se consideran como fundamentales para el orden y el desarrollo, las cuales se han visto mermadas por los grupos en el poder y la corrupción. Creo que la única cosa inteligente que dijo Peña Nieto (en su presidencia, pero posiblemente en toda su vida) fue que la corrupción está imbuida en la cultura mexicana. Definitivamente desaprovechó una oportunidad más de guardar silencio, y a mi parecer se quedó corto con el parámetro. Sin embargo, coincido en que la corrupción está imbuida en el ser humano, y desde que se dedicaron a vendernos la idea de que podíamos a aspirar a ideales superiores, se echó a andar la maquinaria misma que está terminando de succionar el planeta de todos sus recursos. Lo que se pudo transformar en dinero se hizo, y lo que no, sirvió para campo de cultivo para los desechos, la contaminación, y el resto de la gente que le sobramos al capital. El ser humano destruye todo lo que toca, todo lo que está a su paso, y siempre tiene crisis de arrepentimiento, especialmente cuando ya es demasiado tarde ;)
Bajo ese tenor, sigo sosteniendo que la democracia ha terminado, ha muerto. La única democracia que quedaba, si es que eso era, era la de los gringos. Ningún candidato presidencial del vecino del norte se había atrevido a sugerir que sus elecciones estaban amañadas, mucho menos vociferándolo a los cuatro vientos. Los gringos sostenían su democracia como un símbolo, un estandarte de la lucha que (según ellos) libraban por la libertad y el orden, hasta que llegó Donald Trump. Un día, el mundo entero se despertó despreocupado porque, por supuesto, un ser despreciable como Don Trompas sería incapaz de ganarle a una mujer con carrera política de sobra. Por supuesto que no estoy defendiendo la pureza y blancura de Hillary Clinton, quien entre pocas cosas, se encargó de destruirle la vida a la amante de su esposo por poco más de veinte años. Supongo que de hacer carrera política, su servidor mostraría interés en las aventuras de Monica Lewinski, pero esa es harina de otro costal (al final decidió abanderar la causa del bullying y aunque usted no lo crea, es parte del grueso feminista de los Esteits). Un día, todos revisamos las noticias por la mañana para enterarnos que había ganado Donald Trump.
¿Qué fue lo que perdió el mundo? La democracia. Nació en el seno del sueño de los justos, pero después de unos 30 segundos llegó el ser humano y la llenó de su ser y de sus características. La democracia requiere, para moderadamente seguir su cojear, de que aquellos que participan en ella crean en ella, crean que sus resultados reflejan sus propósitos. Lo que hizo Donald Trump fue restarle credibilidad a la última “virtud” que les quedaba a los gringos, el último pilar del sueño americano. Ahora, un país que no tiene origen propio, cuyas raíces empiezan en todos los países a los que busca subyugar, que se forjó de venderle el sueño del supuesto land of the free a un puñado de conscriptos, terminó de verdaderamente conocerse a sí mismo. El presidente en funciones de los Estados Unidos prefirió evadir la cárcel que mantener la institucionalidad, la estructura y la unión. Lo que ese señor se llevó entre las patas fue el espíritu que ya había muerto en todo el mundo y que ya estaba agonizando en su último bastión. No sólo atacó la legitimidad de su democracia, sino que trajo abajo el último de los intocables en la política gringa.
¿Intocables? Claro, ningún candidato (mucho menos un presidente en funciones) había por un lado lesionado con acusaciones de corrupción al proceso electoral, sino que abiertamente lo desdeñó e ignoró la tradición de la transición de poderes. Por ahí leí un editorial sobre lo fácil que sería retirar al Sr. Trump de la Casa Blanca una vez terminado su periodo, porque el Servicio Secreto sólo obedece al presidente en funciones. Lo que Donald Trump nos regaló fue el inicio de una nueva era. La era después de los intocables. Imagínese usted, apreciado lector, que un día ¡se empezara a enjuiciar a expresidentes en nuestro país! Cuando uno de los pilares del presidencialismo mexicano era precisamente lo intocables que eran los expresidentes. No porque no merezcan ser perseguidos, pero un país tan particular como el nuestro requiere de individuos que estén a la altura de dicha particularidad (y el que no le entendió, nos vemos la semana que viene). Imagínese usted, apreciado lector, que un día el presidente en funciones empiece a referirse a los personajes relevantes a los inicios de la democracia mexicana, pretendiendo emular sus logros. ¿Qué pasaría, si un día muy lejano, algún presidente empieza a pensar que la No-Reelección no parece tan intocable como lo era antes? ¿Qué pasaría si decide traerla abajo, porque resulta que no era tan intocable como pensábamos?
La era de los Intocables ha muerto, apreciado lector, y fue Donald Trump el que puso el último clavo en su ataúd.