Secreto a voces - El humanismo redentor, plebeyo (12)
En opinión de Rafael Alfaro Izarraraz
No existe una definición del humanismo única, por lo que su significado depende de la corriente humanista que se abrace. Por ejemplo, el presidente Obrador le ha puesto el adjetivo de humanista al proyecto social de la Cuarta Transformación. Sin embargo, el contenido, como es una costumbre en él, lanza el concepto y luego le va dando contenido: lo ha definido en función de la lucha social del pueblo, otorgándole un sentido social, emancipador.
Me gusta esa definición de construir el concepto de humanismo a partir de darle un sentido plebeyo-social-transformador. Recordemos que, en su origen, no fue así. La idea original del humanismo tiene su antecedente en la cultura occidental, particularmente entre los griegos que fueron una sociedad aristocrática, la más culta según algunos filósofos que, por cierto, encadenan a la cultura occidental con su origen o antecedente históricos.
Los griegos que, de humanistas, en el sentido social que hemos referido no tenían absolutamente nada, consideraban a los esclavos como no humanos, carente de alma. Siendo como lo eran una sociedad guerrera, todo lo que estaba a su alrededor, parte de lo que ahora es Occidente, para ellos no eran otra cosa que unos “bárbaros”. Aunque con el tiempo esos bárbaros, la aristocracia occidental, inventaron su propia historia y quisieron aparecer como herederos de quienes los injuriaron.
De esa sociedad emerge la crítica de Heidegger. La aristocracia griega consideraba al “otro”, el no griego, como inferior y, de esa manera, justificaba su conquista o sujeción. Dice Sloterdijk que, aunque compartía la opinión de Heidegger, lo cuestionaba sus antecedentes hitlerianos, de los que se quería desmarcar criticando al humanismo griego-romano. Heidegger pagó cuotas al partido nacionalsocialista, al parecer, hasta su cercana su muerte.
Para los renacentistas que retomaron el concepto de humanismo, la idea medular estuvo orientada hacia la “elevación” del otro. Esa idea, la de elevar la condición del otro, pero enraizada en una sociedad que fue el sustento de las sociedades coloniales, convirtió a la narrativa “humanista” en la justificación para llevar la “cultura occidental” al mundo “no civilizado” que, según su opinión, era la condición en que se encontraba la población en las colonias recién “descubiertas”.
Y aquí tiene razón tanto Heidegger como Sloterdijk en la crítica que hacen al humanismo de origen helénico-renacentista. La conquista fue, en la cruda realidad, la más cruel de la barbarie occidental que tomó forma en la muerte de millones de seres humanos (indígenas) considerados no humanos inferiores y, por tanto, seres que era necesario elevar a la condición de humanos de acuerdo a la creencia humanista traída desde los imperios coloniales.
Y aunque el humanismo de Sloterdijk ha derivado en un transhumanismo que pretende resolver el fracaso de los ideales de progreso de la sociedad occidental-estadounidense, de igualdad, libertad, fraternidad y democracia, por medio de la tecnología. Lo único cierto es que el fin que pretenden, de fondo, ese transhumanismo, es el mismo que cuestionó a Heidegger: eliminar en el “Otro” “Otra” su potencial capacidad de búsqueda de su felicidad.
Desde el mundo latinoamericano que nos ha tocado vivir, no podemos seguir la lógica del humanismo aristocrático occidental-estadounidense, ahora transhumanista. Para ellos, el humanismo, ha sido una herramienta discursiva de poder y dominio, históricamente hablando. A nombre del humanismo nos conquistaron, vejaron, asesinaron, encerraron en túneles debajo de la tierra: en minas. Tenían una enfermedad de la que siguen padeciendo: la apropiación del oro y, ahora, la reproducción del dinero.
Lo anterior, con graves secuelas sociales. Por toda la periferia mundial y ahora en las mismas entrañas de los países neocoloniales, miles de millones de seres humanos experimentan la drástica caída de sus niveles de vida. Viven en las calles, debajo de los puentes de avenidas que recorren de norte a sur o de oriente a poniente las grandes ciudades, durmiendo en las cortinas de los negocios de las ciudades, en los antiguos portales de las capitales metropolitanas o simplemente en modestas viviendas en la periferia.
En los países periféricos millones de personas caminan por las calles sin que la sociedad les brinde una mirada de compasión. Deambulan por las avenidas personas que han extraviado la memoria en algún lugar. Otros, perdieron algún órgano del cuerpo. No fueron víctimas de la droga sino de la insensibilidad que ha creado una sociedad que mira únicamente cómo acumular cosas sin fin. Ahí no hay cabida para algún humanismo porque el humanismo que quiere elevar a los demás a la condición de humanos trata con “humanos”.
Eugenesia política. Bajo el efecto de la droga, deambulan por las calles millones de mujeres y hombres abandonados espiritual y materialmente por sus familias, sin políticas gubernamentales adecuadas para su recuperación. Son responsables gobiernos que anteriormente eran ejemplo mundial de atención social de sus comunidades, como el estadounidense. Anulados por el consumo de drogas como pobladores conscientes de su condición, hoy forman parte de objetivos oscuros de las élites, viven en una condición de violencia artificialmente creada con propósitos de eugenésicos.
Se requiere de un humanismo redentor, plebeyo, no hipócrita, que vaya a las capas de la sociedad invisibilizadas por la cultura del progreso, el consumismo, no del transhumanista que atrapa en la tecnología de las élites a quien tiene dinero. Un humanismo que mire al que pide para comer en la esquina, limpiando vidrios o de viene, viene, al que con yagas en los pies demanda para un “taco”. Al migrantes que se queda en el camino y que pide vivir dignamente.
Pero “La fiebre por el oro” que Chaplin proyecto en su obra cinematográfica clásica, sigue latente. Nuevas rutas con modernas estrategias, parece inminente, se reproducirán con el nuevo orden mundial que encabezará China y Asia. Lo ideal es un humanismo latinoamericano, emancipador, desde abajo, pero muy abajo, que proteja sus recursos naturales y la vida silvestre que en él habita, así como a los animales que cohabitan con mujeres y hombres en las ciudades.
Un humanismo ecoemancipador, que tenga como meta la libertad.