Cuando sea demasiado tarde… - Una semana en Uber
En opinión de Gabriel Dorantes Argandar
Yo sé que van a decir que soy un fifí y sufro desde mis privilegios, pero esta semana tuve que meter mi coche al taller y andar en trasporte público todos los días. Por supuesto que el colectivo no era opción principalmente por los tiempos, aunque tampoco es que me muera de ganas de subirme a “la rush” hoy en día. Estimo que un traslado de la casa de ustedes a la poderosa Facultad de Psicología de la gloriosa Universidad Autónoma del Estado de Morelos en transporte público colectivo debe de tomar, cuando menos, 90 minutos. El traslado en transporte colectivo individual (principalmente taxis y Ubers) es variado, pero puede tomar 20 minutos, así como puede tomar más de una hora. Sobre todo, si sale uno a la calle a la hora de la comida, pues es complicada la movilidad en la ciudad de Cuernavaca. Sin embargo, esta experiencia no careció de sus oportunidades inherentes, sobre todo para uno que tiene ojo antropológico para el folclor cuernavacense. Así que, por este medio le hago llegar a usted, apreciado lector, no sólo mis observaciones, sino también una que otra conclusión a la que pude llegar. Se supone que tengo alguna formación en Psicología de la Movilidad, y ya hay varias publicaciones al respecto (y no, todavía no sale mi siguiente libro, pareciera que es más difícil publicar un libro que compilar uno, pero ahí viene), por lo que me tomo la libertad de esgrimir mis opiniones supuestamente profesionales.
La última vez que había viajado en taxi habrá sido hace dos o tres años, y por las mismas razones. Sin embargo, dicho taxista tuvo a bien a manifestarme en la totalidad de su timbre de voz las razones por las que mi pobre intelecto no tuvo la capacidad de negociar la tarifa ANTES de realizar el viaje, aderezando sus comentarios con las razones por las cuales las personas como su servidor hacemos que el trabajo del taxista sea tan difícil. En silencio desbordé la unidad y fue la última vez que viajé en taxi, y si el de allá arriba me lo permite, será un hecho que no volverá a suceder. El servicio en general en esta ciudad está adquiriendo una especie de filosofía en la que los proveedores de bienes y servicios le hacen el favor a la población en general de satisfacer sus necesidades, así que mejor me pedí un Uber. Le ruego, apreciado lector, no se ría usted de mí.
De los ocho servicios que solicité a dicha compañía a lo largo de esta semana, sobresalen 3 por su naturaleza antropológica. Los otros cinco ocurrieron sin eventualidad y llegué con bien a mis destinos. Vale la pena comentar que, haciendo un cálculo rápido, si usted acostumbra a solicitar más de dos ubers al día, el monto que usted gaste al mes en ello es superior a lo que pagaría usted por la mensualidad de un auto económico. Yo sé que esta ciudad ya no soporta el parque vehicular con el que cuenta como para que su servidor ande promocionando la ampliación de este, y basta con que intente usted circular de Plaza Cuernavaca hasta Galerías Cuernavaca un viernes a las 3 de la tarde para comprender el énfasis en mis palabras. Sin embargo, la experiencia de usar dicha plataforma simplemente no vale el dinero que usted y yo pagamos por “disfrutarla”. Como dice Jeremy Clarkson en “The Grand Tour”, el lema de Uber debería de ser “No se preocupe, no todos nuestros conductores son violadores”.
El primer individuo a ser mencionado en este espacio no hizo nada en particular durante el trayecto, el viaje careció de eventos importantes y llegué a tiempo y con bien a mi destino. Sin embargo, dado que su servidor tuvo a bien a realizar una videollamada con la dueña de mis quincenas para darnos ánimos mutuos con el fin de enfrentar con mejores espíritus esto que yo llamo la “Life Academic”, el chofer manifestó su molestia con tal hecho reportando a la compañía que no utilicé el cubrebocas apropiadamente. Uber me notificó que, de no usar el cubrebocas, suspenderían mi cuenta y tuve que pasar por varios filtros para poder pedir mi Uber de vuelta a casa. Entiendo que su servidor y su pareja podemos llegar a ser excesivamente ridículos en nuestras manifestaciones de amor (excesivamente), pero no es mi culpa que el conductor del uber sea un absoluto fracaso en la vida sentimental y que dos personas que se aman lo manifiesten frente a terceras personas. Pues bien, los esfuerzos de mi novia en levantarme el ánimo esa mañana se vieron mermados por la frustración sentimental y posiblemente sexual de un conductor de uber. ¿De qué te quejas, Gabriel? Llegaste a tu trabajo, ¿no? Pues sí, pero pagué un costo excesivo en moneda y afecto por usar dicho servicio. Cabe subrayar que usé el cubrebocas apropiadamente durante la duración entera del trayecto bajo la cuidadosa supervisión de la supervisora principal, quien no hubiera permitido cualquier otra circunstancia que no fuera esa. Parecería que soy una persona intransigente por solicitar un servicio en el que no se me violente pasivo-agresivamente.
La queja del segundo es solamente sobre su selección musical y el nivel del volumen de dicha música. Entiendo que su servidor pudo manifestarle al conductor algo al respecto de tal situación, pero ya me habían ocurrido las otras experiencias, de tal manera que mejor decidí guardar silencio y soportar la música del chofer hasta la casa de ustedes. ¿Se imaginan la reacción del conductor al solicitarle que quite la música que viene destruyendo mis tímpanos (eeeeeeres secreto de amor… seeecreeeto…)?
El tercer conductor se llevó las palmas. Al ver que su servidor salía de un edificio que sostiene sobre su puerta en letras plateadas la leyenda “Facultad de Psicología”, correctamente asumió que su servidor tal vez se dedicaba a tales menesteres. Pues bien, nada más subirme a la unidad comenzó a interrogarme sobre mi quehacer cotidiano. ¿Para qué estudia usted eso, señor? ¿Qué no sabe que con dos cursitos de 10 horas ya puede uno dar terapia? Yo no sé por qué la gente pierde el tiempo preparándose para hacer algo que se puede hacer sin tener que esforzarse tanto, será por inocentes. Por un momento jugué con la idea de explicarle al señor que su servidor ha pasado los últimos 22 años de vida tratando de poder decir que uno es Psicólogo, y ¡todavía hay colegas que lo cuestionan! Ya deje usted los conductores de tal servicio. Me limité a explicarle que la diferencia yacía en el costo del servicio, no es lo mismo pagar 250 que 1500 pesos por el servicio que usted guste, mayor es la diferencia aún cuando se trata de estos menesteres. La conversación duró lo que duran dos peces de hielo, en un “whiskey on the rocks” (ósea, la totalidad del traslado), pero en definitiva no fue un momento en exceso agradable.
Al parecer el desmoronamiento social que estamos viviendo no sólo se vive en 5 muertos diarios en el glorioso estado de Morelos, o las particularidades políticas en las que individuos se asignan privilegios aun cuando las instituciones han determinado lo opuesto, los estrellados de cada día en el libramiento, o el sistemático colapso infraestructural y organizacional del aparato de gobierno. Pareciera que está dentro de uno, algo dentro de nosotros se está perdiendo para siempre, y no veo cómo seremos capaces de recuperarlo. Ésta fue la semana en la que tres veces pagué 150 pesos por el privilegio de ser violentado anímica, espiritual y profesionalmente, mientras se me trasladaba de un lugar a otro.
Menos mal que ya me entregan mi coche, porque ni los taxis ni los ubers han muerto, pero en definitiva va a ser mucho tiempo antes de que vuelva a solicitar sus servicios.