Prisión preventiva oficiosa: el cáncer de la presunción de inocencia y del proceso penal acusatorio

En opinión de Carlos Iván Arenas Ángeles

Prisión preventiva oficiosa: el cáncer de la presunción de inocencia y del proceso penal acusatorio

Toda persona tiene derecho a que se presuma su inocencia hasta que se demuestre lo contrario. Esta es una de las máximas –si no la máxima- que rige el sistema de justicia penal mexicano.

Y es que nadie mínimamente pensante podría concebir que se castigue –que se meta a la cárcel- a una persona sin antes tener certeza de que es responsable de un delito; de lo contrario, cualquiera de nosotros y nosotras podría acabar preso solo porque alguien aseguró –quizá sin ningún sustento- que cometimos un delito.

Solamente a través de un juicio en el que se aprecien las pruebas de cargo y de descargo, se puede saber con relativa certeza si una persona es responsable o no de un delito y por ende si merece o no ser castigada por ese delito.

En esas condiciones, no es razonable encarcelar a una persona a la que no se le ha llevado a juicio y encontrado responsable del delito, porque se le presume inocente hasta que se demuestre que no lo es.

Pero en el sistema jurídico penal mexicano, si a una persona se le imputa un delito de los mencionados en el artículo 19 de la Constitución Federal, de forma automática se va a prisión, no se razona si esa prisión preventiva se justifica o no. La reacción es siempre la misma: cárcel.

¿Y qué pasa si al final del juicio se encuentra que la persona acusada, en realidad ni siquiera estaba en la ciudad en la que se alegó que mató a otra persona? ¿Qué pasa si la acusaron falsamente? Quizá esa persona estuvo presa un año o varios más. ¿Quién le devuelve ese tiempo encerrada entre tres paredes y una reja? Nadie. Parte de la vida se le fue tras las rejas. El Estado solo le dirá “lo siento, nos equivocamos, usted no fue” y ya. Una mano atrás, otra adelante y se puede ir libre.

Este es uno de los objetivos que tiene el proceso penal: proteger a la persona inocente, lo que encuentra manifestación en el principio de presunción de inocencia.

Ahora imaginen que están durmiendo plácidamente en sus hogares cuando a media noche irrumpe violentamente un grupo de personas con la intención de vaciar su casa y aprovechando el viaje, ultrajar a su pareja. Imaginen también que en el cajón de su buró, a lado de su cama tienen un arma de fuego para su defensa. Seguramente estarán de acuerdo conmigo, queridas personas lectoras, que cualquier persona haría lo que estamos pensando: tomar el arma y defender a la familia, que es sagrada. Quizá al hacerlo le quitemos la vida a los agresores o agresoras.

Casos como este hay muchos. Algunos, superan a Hollywood con creces.

Claramente cualquier persona tiene derecho de defenderse a sí misma y a su familia, tan es así que la propia Constitución Federal establece que las personas habitantes del país tienen derecho a poseer armas en su domicilio para su seguridad y legítima defensa -con excepción de las prohibidas-, además de que las leyes penales de cada Estado prevén la posibilidad de que los ciudadanos y las ciudadanas nos defendamos sin tener que enfrentar penas por nuestras acciones defensivas.

Todo bien hasta aquí. El problema surge cuando por defendernos terminamos en prisión. Qué injusto, ¿no? Si solo estaba defendiendo a mi familia y a mí mismo. Pues sí, pero provocamos la muerte de nuestros agresores o agresoras con un arma de fuego, eso se llama homicidio calificado y a pesar de que lo hicimos para defendernos y sin excedernos, vamos a acabar en prisión. Al menos hasta que logremos probar la legítima defensa.

Y les adelanto que la legítima defensa en ocasiones no es tan fácil de probar, entonces puede ser que la terminemos probando hasta el final de un juicio, hasta la sentencia definitiva. Mientras tanto habremos estado guardadas o guardados en prisión un buen rato. Un año si bien nos va, dos o más en peores casos.

Esto, claramente es un sinsentido, es un intento mal encausado de implementar una política criminal con fines proselitistas que no encuentra justificación en una sociedad democrática de derecho que se jacta de ser respetuosa de los derechos humanos, como el de presunción de inocencia.

A partir de lo poco que hasta aquí se ha dicho, podemos vislumbrar los efectos negativos de que la prisión preventiva sea automática –oficiosa- en México si se acusa a una persona de haber cometido un delito: nos pasamos por el arco del triunfo la presunción de inocencia, el principio de prisión como medida extrema y de camino machacamos las opciones de las mexicanas y los mexicanos de defendernos contra el crimen que tanto daño hace a las sociedades, entre otros males.

Esos efectos perniciosos ya hicieron ruido a nivel nacional e internacional: la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya se plantea vías para poder sortear esa desafortunada disposición constitucional, mientras que la Corte Interamericana de Derechos Humanos quizá condene al Estado Mexicano por incluir la prisión preventiva oficiosa en su Constitución –eso y el arraigo-.

Así que es momento de preguntarnos ¿qué pasaría si se logra eliminar la prisión preventiva oficiosa?

Por un lado, las Fiscalías tendrían que hacer bien su trabajo para justificar las razones por las que consideren se debe imponer prisiones preventivas, lo que en teoría lograrán hacer cuando realmente la prisión sea necesaria. Para lograr esto, quizá las Policías de Investigación Criminal deberán ser más diligentes para recabar datos de prueba que justifiquen la necesidad de prisiones y los servicios previos al juicio (UMECAs) deberán trabajar de mejor manera para informar riesgos procesales. También, las Fiscalías deberán ser más objetivas y solicitar la prisión cuando sea realmente necesaria y ya no solo para inflar cifras de “delincuentes detenidos”, como es costumbre.

Otros efectos de que se quite la oficiosidad de la prisión preventiva será que las audiencias iniciales duren un poco más para desarrollar el debate sobre las medidas cautelares, los Juzgados deberán ocuparse un poco más en transcribir las resoluciones donde se impongan prisiones preventivas justificadas –en donde por la oficiosidad no hay argumentos que desarrollar, por ende nada que transcribir- y quizá aumente la cantidad de impugnaciones en contra de las resoluciones donde se imponga prisión preventiva.

Y esos efectos, ¿valen la pena? La respuesta es clara: por supuesto que sí. Porque no se puede concebir que una persona inocente esté en prisión, porque no se puede concebir que una persona que actuó en legítima defensa suya y de su familia esté en prisión sin razón, porque la prisión preventiva oficiosa destruye la presunción de inocencia y le da al traste al sistema penal acusatorio.

Además, basta voltear a ver al –a veces olvidado- sistema de justicia penal para adolescentes. Aquí la prisión preventiva no es oficiosa por lo que su imposición siempre se tiene que discutir, cuestión que claramente disminuyó la cantidad de personas adolescentes en prisión preventiva. La pregunta es ¿ese hecho aumentó las sustracciones de la acción de la justicia, incrementó las veces que las personas adolescentes violentaron a la víctima o afectaron la investigación[1]? Y también ¿ese hecho aumentó índices de impunidad? La respuesta es clara: no.

Lo anterior, es muestra clara de que la prisión preventiva oficiosa no es la respuesta a la criminalidad y por el contrario sí le da al traste a los esfuerzos de implementar un sistema de justicia penal respetuoso de derechos humanos y eficaz en tanto respuesta del estado contra la delincuencia.

Ojalá la Suprema Corte de Justicia de la Nación encuentre vías para poder deshacernos de la perniciosa prisión preventiva oficiosa y si no, ojalá la Corte Interamericana de Derechos Humanos haga evidente lo que ya es claro: la prisión preventiva oficiosa debe ser eliminada del sistema penal mexicano.

Hasta aquí: “Justicia y Libertad”.

Carlos Iván Arenas Ángeles.

Magistrado y Director de la Escuela Judicial

TSJ Morelos.

 

[1] Esas tres son las razones por las que se puede imponer una medida cautelar justificada, razones que se comparten entre el sistema de justicia penal para adolescentes y el de adultos.