De voz en voz - Mover estatuas mientras el estado se mueve solo

En opinión de Tania Jasso Blancas

De voz en voz - Mover estatuas mientras el estado se mueve solo

Hoy, sábado 9 de agosto, desperté con un extraño sentimiento de orgullo morelense. No por algún triunfo deportivo, un avance científico, o una mejora palpable en la calidad de vida del estado, sino porque me encontré con una noticia que, al parecer, debía llenarme de identidad y esperanza: la gobernadora de Morelos inauguró la “nueva” estatua ecuestre de Emiliano Zapata en Plaza de Armas.

No es nueva, claro. El monumento ya había hecho su propio peregrinaje: desde 1979 en Buenavista, luego al Paso Exprés en 2018, y ahora al centro de Cuernavaca. Como una especie de nómada de bronce y acero, la figura del Caudillo del Sur sigue cambiando de domicilio, a un costo que, esta vez, ascendió a casi dos millones de pesos. Dinero público. Nuestro dinero.

La pregunta que me corroe no es dónde debe estar Zapata, sino por qué la prioridad es moverlo. ¿En qué momento “invertir” en el traslado de una estatua se volvió más urgente que la inseguridad creciente, los hospitales sin insumos o los proyectos culturales sin presupuesto? La palabra “inversión” la repite el comunicado oficial como si los dos millones de pesos fueran una apuesta segura en la bolsa de valores. Pero díganme, ¿cómo exactamente van a regresar esos dos millones a los bolsillos de los morelenses?

La justificación implícita es el homenaje. Zapata como símbolo, Zapata como estandarte, Zapata como recordatorio de que “primero los pobres”. Sin embargo, el legado de un hombre que luchó por justicia y tierra no se honra con bronce itinerante, sino con políticas que atiendan las necesidades reales y urgentes de la gente que vive en las mismas tierras por las que él dio la vida.

Porque si hablamos de cultura, con dos millones podríamos haber editado cientos de libros de autores locales, becado a decenas de artistas, organizado un festival que trajera música, teatro y danza a comunidades olvidadas. Si hablamos de bienestar, ese dinero podría haberse traducido en medicinas, alumbrado público, talleres para jóvenes en riesgo o en mejorar espacios comunitarios. La lista es larga.

Pero claro, una estatua luce más en las fotos. Es fácil cortar un listón, sonreír frente a las cámaras y decir que estamos preservando la memoria histórica. Lo difícil es dar resultados en seguridad, en educación, en salud. Lo difícil es resolver lo que no se puede inaugurar con un discurso de veinte minutos.

No me malinterpreten: Zapata merece su lugar, su historia y su respeto. Pero cuando la exaltación de un símbolo se convierte en un distractor que desvía la atención de las carencias presentes, el homenaje pierde sentido. Poner a Zapata en el corazón de Cuernavaca no hará que los asaltos se reduzcan, ni que el agua vuelva a las colonias donde escasea, ni que los jóvenes tengan más oportunidades.

Mientras la gobernadora posa junto al monumento reluciente, la vida cotidiana de Morelos sigue marcada por la violencia, la falta de empleo y la precariedad. Es una coreografía política conocida: el brillo de un acto público para tapar la opacidad de lo que pasa fuera del escenario.

Quizá la estatua esté ahí para recordarnos que la lucha sigue. Que las promesas de “primero los pobres” deben cumplirse no en bronce, sino en acciones concretas. O quizá solo esté ahí porque, al parecer, mover estatuas es más sencillo que mover estructuras políticas que llevan años oxidadas.

En un estado donde abundan los problemas y escasean las soluciones, gastarse millones en una reubicación simbólica es como cambiar de lugar las sillas del Titanic: puede que se vea más ordenado, pero el barco sigue tomando agua.

Si en Morelos ya estamos tan bien como para invertir millones en mover estatuas, entonces también deberíamos estar listos para invertir en algo que nos mueva de verdad: cultura hecha por y para morelenses, que hable de nuestras historias vivas, no solo de nuestros héroes inmóviles.