Vivir con VIH: ocaso y alba
Prescripción médica es de “por vida”; es un atenuante para que la infección no se convierta en Sida
(Entrevista: I de II partes)
La muerte merodeó su pensamiento, cuando supo del contagio que había adquirido: VIH. Eran los días del 2016. Entonces, hubo lágrimas que descendieron sobre sus mejillas desvaídas.
Empero, Carlos Batalla no pensó en el suicidio, aun cuando una de sus reminiscencias lo traslada a la inmolación de una joven, quien “no pudo soportar el hecho de que sus compañeros lo supieran (que tenía el Virus de Inmunodeficiencia Humana)”. “… Se quitó la vida” (tenía 26 años). Así suele ser el ocaso que se hacina -como el polvo en una puerta entreabierta- en el alma.
En tanto narra las vicisitudes que afronta en la sociedad, su lenguaje no verbal es incesante. Y cuestionó: “¿Por qué no aceptarnos?”.
En los albores de aquellos instantes (“perpetuos”, dijera el vate Octavio Paz), sí pensó en la inexistencia. Y en ésta encontró motivación: “… mi mente estaba bien. ¡Muévete. Alza la voz!”.
Sobre su costado derecho, en una mesa de vidrio, se situaba un vaso con café. Sus ojos claros se dirigían al horizonte. Parpadeando, dijo que desde hace cinco meses hizo visible su testimonio, con el fin de ayudar a quienes poseen esta infección. “No me animaba. Morelos es muy cerrado con la comunidad gay”.
Experimentó miedo. No quería que la gente se enterara de su padecimiento; la escuela… “Al miedo a ser rechazado… A ser segmentado de la sociedad. No quería que me pasara eso”.
La decisión de hacer público su argumento fue unilateral. Dejó a un lado a la familia. El plano espiritual fue un aliciente; aunque niega cualquier principio religioso (sin ser nihilista), sí cree en Dios. “No me acerco a ninguna institución”. Desde los dogmas lo han segregado (como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada). Le han dicho que ser homosexual es un “pecado”. Por ende, no encontró cabida ahí.
De súbito, se produjo el silencio. Carlos se muestra cabizbajo. Toma aliento y levanta la mirada. Continúa… “Lo siento. Me alejo (de la marginación pagana)”. Verbigracia, la iglesia mormona no supo orientarlo.
Y, sobre el medicamento que absorbe (para que la existencia sea llevadera), expuso que se trata de un “potencializador”. Es decir, cualquier sentimiento en que se inmiscuye, éste se multiplica. “Si estoy deprimido, me siento más”.
Sus manos no se aquietan. En el momento en que vira la faz, atrae otras remembranzas: “cuando veo algunas películas, me pongo a llorar; pero, se me pasa en un día”.
La prescripción de la ingesta de la medicina es de “por vida”. Simboliza un atenuante para que la infección no se convierta en Sida.
Se remonta al pasado. Vuelve real lo vivido, como si estuviera allá (en ese fijeza momentánea). Esto le da “oxígeno”. De ahí que se atreva a emitir un consejo sobre la promiscuidad: “… si van a estar con una u otra pareja, que se protejan. No se vale que si tú no sabes el diagnóstico, estuvieras contagiando a otras personas”. Es necesaria la protección en las relaciones sexuales.
Para él, el horizonte no se ve a lontananza; está cerca, Quiere concretar su licenciatura (en Ciencias Políticas) y, sobremanera, “acompañar” a otros jóvenes que han sido diagnosticados con VIH.
Su voz fluye en el aire. La conversación se aleja de la solemnidad…