¡Pardiez!

En opinión de Carlos Morales Cuevas

¡Pardiez!

 

Ahora que todo ha cambiado para que nada sea diferente, poco a poco nos vamos sumergiendo en las aguas turbias de la “la nueva realidad”, o, al menos, lo hacen los acertada pero irónicamente llamados “municipios de la esperanza”. Vislumbramos con estos ojos de ciego aquellas reformas que no han reformado nada ni a nadie y, a pesar de que la realidad es “nueva”, sentipensamos que el presente se nos sigue volviendo pretérito entre las manos.

La vida, surrealista por antonomasia, especialmente, dicen, cuando se habla de la vida de los mexicanos; hoy se vive, o, mejor dicho, se sobrevive, en una ambigüedad con un inmenso horizonte de caleidoscopio en el que, como siempre, sólo nos es posible identificar unas pocas cuentas de vidrio tecnicolor.

Caminamos sobre una cuerda en llamas, tensada, elástica, gastada; que cuelga en un extremo del faro de la economía; es decir, de la distribución de los bienes del hogar, ese que se forma alrededor de la hoguera y, no de aquello a lo que algunos paletos insisten en confundir con el vulgar y omnipotente dinero. Del otro lado, pende de un abatelenguas reciclado hasta el hartazgo, cansado de los virus que prefieren dormir la siesta, antes que atacar un cuerpo inmune, a fuerza de tantas batallas ganadas a los ejércitos que trae implícita la mugre del día a día.

La televisión, ese viejo dios destronado y traicionado por sus propios muertos, vende su vergüenza a las afueras de este circo. Otrora todopoderoso, pedagogo del mundo; ahora, títere sin botones cosidos en el rostro, arde en la hoguera de su pontificia inquisición.

La guerra existe, empero, también existe la guerra; quiero decir, la guerra de los sin nombre, de los que desde aquel viejo televisor han visto bañarse de sangre y polvo, rostros diferentes a los suyos; sufrir plenamente, caminar con temblorosos pasos hacia la muerte por aquello que les ha costado la pena, aunque no les haya valido ninguna alegría; por aquella patria que les dijeron era suya y, sin embargo, ahora, el portero del infierno les ha develado que es de otros, de aquellos que, ¡serendipia!, instalados en un cómodo sofá, los han visto, invisibles, explotar dentro del celuloide; los han visto, sin tomarse la molestia de mirar, a través de aquel mendigo que ahora yace a las afueras del circo. Mas, también existe la guerra, aquella que sopla limpiando la hojarasca acumulada sobre las conciencias, despejando nubes que cubren la piel de las ventanas; aquella que pone pan sobre la mesa del panadero y, una hermosa bala entre las neuronas del ladrón, usurero de la fuerza de trabajo del obrero. Existen la guerra y la guerra.

Existe además la pandemia, fantasma cabalgando sobre la noche; existe a pesar de que los legos no puedan verla y, mejor aún, no puedan sentirla. El oráculo nos lo escupió en la cara; el pueblo atravesó el río Leteo, amnesia colectiva. Qué maravilloso poder olvidar lo que era imposible recordar, simplemente, porque dios, olvidó poner ese archivo en aquellas memorias o, porque la pereza, el sistema, el hambre… no les permitieron rescatar nunca de su celda, a algún vanidoso libro de historia. La ciencia, polizonte en este aquelarre, insiste en mover los labios frente a los sordos que aprietan fuertemente los párpados, buscando en sus adentros, la panacea al sufrimiento.

Habitantes de “la esperanza”, insulanos rancheros o indígenas que, ¡qué bueno!, el virus de la globalización los ha obviado. Nativos de islas rodeadas de todo, menos de mar; enterrados en la desmemoria tecnológica, del progreso, del estado de bienestar. La impronta de sus pasos sobre la ciénaga es, quizá, lo más parecido al texto hológrafo del parsimonioso latido de la libertad.

Que alguien nos despierte o nos mate cuando el alba haya muerto, cuando “la nueva realidad” sea nueva o sea real, cuando el cenit del último mundo haya destruido hegemonías, bancos planetarios, policías universales, narcisistas eficaces y verdugos de la necesidad.

Por ahora, han ataviado la realidad; atravesamos el umbral. El norte sigue ametrallando voluntades. La vía láctea aun nos sostiene. El reloj es circadiano y los sueños sufren catalepsia bajo el capital. Nada cambia; sólo la realidad. El crepúsculo, cercano y prepotente, se sospecha igual.