La soledad de los intelectuales
Alejandro Cruz Solano en Cultura
Todas las noches en el segundo piso de una silenciosa recamara diviso por la ventana el silencioso acontecer de los sucesos de la semana; son semanas donde desde la soledad muchos escriben acerca de lo que nos pasa en la vida social, política, económica, entre otras. Los que tenemos posibilidad de escribir en un espacio periodístico, académico, nos convertimos en la voz del otro, de aquellos que su voz no es escuchada. No es tampoco pensar que estamos en una zona de confort, hemos padecido los dolores del alma de todos donde nuestra atención se pone, donde se atraviesan como astillas en la piel, el dolor, porque también eso nos hace humanos. El peso de la escritura es una voz que se abre a un universo amplio, es provocar en las mentes de los lectores y escuchas un horizonte diferente, una actitud hacia la reflexión, un movimiento al dialogo, a la crítica, a la acción. Sin embargo, todos pueden ufanarse de que la clase intelectual, la que se dice que piensa, cuesta dinero para los intereses del poder, yo no estoy tan seguro si no fuera por aquellos que se sentaron con los poderosos a negociar la búsqueda del equilibrio en los discursos una gran cantidad de intelectuales viven en la libertad de las historias que suceden en la vida cotidiana. Ahora bien, si la escritura es un método, un camino que nos permite hacer traducible y legible lo “otro” tal como lo mencioné anteriormente, queda claro que, el camino recorrido tiene una meta, es una meta cognitiva (es decir, de conocimiento) una meta que solo interpreta una esfera de la realidad, limitando la complejidad misma de las prácticas que abren otros contenidos, otras formas de captación racional que plantean sus propios lenguajes. Decimos pues, que nuestras prácticas se circunscriben a tramas ligadas con el dolor, las catástrofes naturales, la violencia, la miseria, los suicidios de adolescentes, etcétera -, Tramas que en términos de una práctica no solo deben vincularse a aspectos definidos como un saber cognitivo sino también como conciencia; por ejemplo, para escribir esta reflexión no es solo producto de una meta cognitiva además es conciencia desde las exigencias abiertas de una realidad que desafía la creatividad del pensamiento y de la toma de decisiones que va más allá de un problema como tal. Ahora bien, vivir la soledad no la solitariedad implica zambullirse en el terreno no solo del acontecimiento, es necesario conectarse con él, me encanta por ejemplo, la mirada fotográfica o artística de lo que retratan el surrealismo mundano, porque inscribe lo que existe en ciertas regiones mentales o lo que Freud llamaría inconsciente. Se de la moralidad doble de la clase política o de la sociedad que con una mano se asusta y con otra despedaza la vida de los demás, pero la autenticidad del escritor o intelectual se abre cuando de manera cruda retrata lo que las primeras imágenes le impresionan del acontecimiento. Hay que retratar la vida como es, sin tapujos, pues hoy la simulación y la falta de autenticidad son una moda. El único lugar para hacer eso es en ese espacio al que llamo soledad, ese lugar sin lugar, ese espacio sin estar lleno, ese momento, circunstancia que abre el espíritu a las representaciones mundanas y que, en esa fusión termina de descubrir nuestra finitud, la única certidumbre que tenemos, la única de sabernos que allí donde muere el cuerpo mueren los sueño, pero quedan las letras, esas, que dejan imborrable la memoria. Por eso, la soledad de los intelectuales no es otra cosa que esa riqueza donde el pensamiento y lenguaje se fusionan para poder escribir lo que nadie ha visto o vivido en ese tiempo y lugar donde fuimos arrojados; en esas circunstancias que no escogimos, pero que nos tocó vivir.