El silencio que mata en el penal de Coatlán del Río
En opinión de Tania Jasso Blancas
La tragedia que envuelve al Penal Femenil de Coatlán del Río no puede ser ignorada. Dieciséis mujeres han perdido la vida en circunstancias que gritan tortura, negligencia y maltrato, pero que el sistema carcelario pretende silenciar. ¿Hasta cuándo seguirán las autoridades haciéndose de la vista gorda ante lo que claramente son violaciones sistemáticas de Derechos Humanos?
El caso de Giovana Puente, que falleció este 18 de agosto, no es aislado. Como ella, otras 15 mujeres han muerto desde 2022, y en cada uno de esos casos, las señales de tortura y el abandono de su salud física y mental son evidentes. Giovana, quien denunció haber sido torturada desde su detención en 2015, pidió repetidamente ser trasladada por el entorno tan hostil que vivía en el penal. Esa solicitud fue ignorada. Su último defensor la visitó apenas dos semanas antes de su muerte, pero su voz se ahogó en un sistema que sistemáticamente las deshumaniza.
¿Por qué estas muertes no son investigadas con la diligencia que merecen? Las autoridades de Coatlán del Río parecen creer que estas mujeres valen menos que su libertad, que su vida se puede desechar. No han actuado ante la recomendación de la CNDH, ni ante los exhortos de la Defensoría Pública. Nos preguntamos, ¿qué más hace falta para que este penal se convierta en un foco de atención urgente?
El llamado es claro: el nuevo gobierno del estado de Morelos, liderado por Margarita González Saravia, y el gobierno federal, bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum, tienen una responsabilidad ineludible. Ambas, como mujeres en el poder, deben asumir con urgencia la gravedad de que, en el penal de Coatlán del Río, otras mujeres están siendo privadas de su derecho más fundamental: la vida. No es suficiente emitir recomendaciones o desplegar discursos. Se necesitan acciones concretas, inmediatas y con perspectiva de género para detener esta cadena de muertes. Aplicar los protocolos internacionales y garantizar la atención adecuada, tanto en salud física como mental, es imperativo. Cerrar los ojos ante lo que sucede en este penal es perpetuar la violencia sistemática contra las mujeres más vulnerables, aquellas que, tras las rejas, dependen de un sistema que hasta ahora les ha fallado.
Este tipo de negligencia y abuso deja claro que lo que se vive dentro del Cefereso no es justicia ni rehabilitación. Es tortura. Y más allá de los errores que estas mujeres hayan cometido en su vida, merecen ser tratadas con dignidad. Su castigo no debe ser el sufrimiento físico y psicológico que las obliga, muchas veces, a quitarse la vida.
Los llamados de las organizaciones civiles y activistas han sido enérgicos, pero siguen cayendo en oídos sordos. ¿Qué pasaría si en lugar de mujeres presas fueran hombres poderosos dentro de esas cárceles? Las acciones serían inmediatas. Pero parece que, en este país, la vida de una mujer interna en un penal no tiene el mismo valor.
Las autoridades, tanto locales como federales, deben asumir la responsabilidad de proteger la vida de estas mujeres. De ellas depende que este círculo de dolor se rompa, y que las internas del Cefereso 16 y de todos los penales del país, puedan vivir sin temor a ser las siguientes víctimas de la negligencia institucional.