Rubén Jaramillo y el derecho a la verdad y la memoria.
En opinión de Aura Hernández
En memoria de Ignacio Suárez Huape, quien también creía en la “justicia desde abajo”.
El día de ayer en la conferencia mañanera el presidente de la República se refirió al artero asesinato del líder agrarista de Morelos, Rubén Jaramillo, ocurrido hace 59 años, un 23 de mayo de 1962. El mandatario dejó entrever la aceptación de la responsabilidad del Estado y manifestó su disposición para pedir perdón por esta y otras atrocidades, como lo fue la matanza de estudiantes en 1968.
La noticia es relevante no solo por el hecho que por primera vez es el primer mandatario quién llama por su nombre al suceso, después de casi 60 años de haber estado proscrito del discurso oficial y de mantenerse en la historia negra del país.
Lo es también porque representa un atisbo de esperanza para el derecho a la verdad sobre este hecho que lastimó, no solo a la familia del dirigente campesino, sino a toda una colectividad para la que él representaba la esperanza de la justicia: los campesinos pobres y las clases marginadas a las que acompañó en su búsqueda de igualdad.
De acuerdo con la interpretación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el derecho a la verdad es un derecho de las víctimas, pero también lo es de la sociedad en su conjunto. Como se puede advertir en las sentencias de los casos de la ejecución extrajudicial de Monseñor Oscar Romero en El Salvador, de la desaparición de Efraín Bámaca Velásquez, líder de un grupo guerrillero en manos del ejército guatemalteco y del caso Barrios Altos de Perú,
Como los protagonistas de esos casos, Jaramillo era considerado un agente promotor del “desorden social” por el Estado. Lo fue desde su aparición en la escena pública en el periodo posrevolucionario hasta su muerte en 1962, sobre todo por sus luchas contra la élite político-económica que se consolidó en la segunda mitad el siglo XX en nuestro país.
Durante ese tiempo, Jaramillo enfrentó a la oligarquía en su lucha con los arroceros del sur de Morelos, en la fundación del ingenio Emiliano Zapata de Zacatepec, en el combate a los grupos de guardias de los terratenientes del estado, en la conformación de grupos de autodefensa campesina, en el movimiento de los comuneros de Ahuatepec y en la colonización de los llanos de Michapa y El Güarín.
En el periodo cardenista Jaramillo se afilió en 1938 al Partido Comunista y lo hizo nuevamente en 1961. Participó con “Doña Lola” y su hermano Porfirio en la fundación del Sindicato Carlos Marx en el ingenio de Atencingo, Puebla. En el avilacamachismo organizó un fuerte movimiento sindical en Zacatepec, en 1945 fue delegado en Morelos del Partido Socialista Mexicano Ricardo Flores Magón y participó activamente en la Federación de Partidos del Pueblo en 1952 como un entusiasta promotor de la candidatura de Miguel Henríquez Guzmán junto con personajes como Vicente Estrada Cajigal, Francisco Mújica y Genovevo de la O.
Años más tarde, participó en una serie de movilizaciones sociales de corte agrario y popular que le valieron la persecución del gobierno y de los caciques, pero también lo proveyeron de unas amplias bases sociales. Si algo es cierto y evidente en la historia de Rubén Jaramillo, es su naturaleza de opositor del gobierno y su papel de mediador entre éste y los movimientos sociales.
Sin duda fue un creyente de la vía civil, como lo demuestran sus denodados esfuerzos de incorporarse al gobierno por las vías institucionales, cuyo rechazo lo llevó paradójicamente a optar por la vía armada. Fue también un personaje carismático que se opuso a la calidad clientelar del reparto agrario que realizaron los gobiernos de la Revolución. Él buscaba remediar el fatal error de los gobiernos revolucionarios de implementar la justicia social desde arriba, para conseguirla desde abajo.
En el año en que asesinaron a Rubén Jaramillo, la sociedad mexicana experimentaba la irrupción de manifestaciones políticas favorables al comunismo y, simultáneamente un clima de linchamiento por parte del gobierno contra los activistas de estas corrientes políticas, que obviamente, en esa confrontación salieron perdiendo.
El gobierno mexicano emprendió una campaña sistemática, para acallar a los movimientos campesinos, obreros, populares, etc., que se vinculaban ideológicamente al comunismo o incluso contra aquellos que, sin identificarse con éste, cuestionaban su modelo de país.
Solo 10 días antes de que asesinaran a Jaramillo, periódicos nacionales reportaron incidentes de represión contra activistas opositores de Úrsulo Galván y Huayacocotla en el estado de Veracruz, Mezquital en Hidalgo y Culiacán en Sinaloa. El combate a los opositores era sistemático.
En Morelos, es muy significativo que las luchas que encabezó Rubén Jaramillo, fueron contra una nueva oligarquía que acababa de sentar sus reales en el estado natal de Emiliano Zapata: la de los impulsores de la industria inmobiliaria que poco a poco convirtieron las tierras de cultivo en fraccionamientos de lujo y campos de golf. Entre los promotores de esta “modernización” se encontraban empresarios mexicanos, inversionistas extranjeros, exfuncionarios federales y hasta militares lo que de alguna manera sentenció la suerte del dirigente campesino.
No cabe duda de que la forma artera en que fue asesinado abonó en la construcción del mito, lo lamentable es que este fue paralelo a la impunidad y a la opacidad con que el Estado manejó el caso. Esperamos que el perdón que se pida desde el estado, vaya acompañado del derecho a la verdad.