De voz en voz - El callejón que resiste, pero no alcanza
En opinión de Tania Jasso Blancas

Hay lugares en Cuernavaca que parecen suspendidos en el tiempo. Espacios que sobreviven a pesar del abandono institucional, del desgaste social, de la indiferencia cultural. Uno de ellos es el Callejón del Libro. Cada fin de semana, en una sección de la calle Comonfort, un pequeño tramo del centro histórico se transforma en un mercado de letras, donde decenas de tablones muestran libros nuevos, usados, olvidados o encontrados. Desde los 10 hasta los 500 pesos, los títulos se alinean como soldados en una batalla silenciosa contra el olvido.
A primera vista, la escena tiene algo de romántico. Mesas al aire libre, libros para hojear, la sensación de que todavía hay quienes creen en el poder de la palabra escrita. Y, sin embargo, basta caminar con atención para notar la contradicción. Porque, aunque el Callejón nació hace 16 años con una promesa muy clara —fomentar la lectura y apoyar a los escritores locales—, esa promesa hoy se tambalea.
En mi visita reciente no encontré libros de editoriales independientes. Tampoco títulos de escritores locales que no hayan sido absorbidos por grandes casas editoriales. Lo que sí encontré fue lo que ya se ha vuelto costumbre: la mezcla de cultura y comercio improvisado. Entre libros, se ofrecen discos, joyería, antigüedades, libretas, separadores y tazas. Lo urgente absorbiendo a lo esencial.
Platiqué con algunos locatarios. Me dijeron que si alguien quiere vender libros ahí, tiene que esperar. Hay una lista de al menos 30 personas. Solo se abren espacios si alguien se retira… o fallece. No hay sistema de consignación ni mecanismos que permitan la participación flexible de nuevos autores o editoriales. No hay espacio para la circulación libre de ideas nuevas. Lo que existe, existe a puerta cerrada.
Y esto no es solo un problema organizativo. Es un reflejo de una lógica cultural fallida: crear espacios que nacen con intención pública pero terminan siendo feudos privados. El resultado es predecible: se reproduce la exclusión, se margina la diversidad, se falsea el discurso.
A esto hay que sumarle el problema económico. Aunque uno esperaría que en un mercado callejero los libros fueran más accesibles, la realidad es otra. Los precios no difieren mucho de los de librerías independientes que sí pagan renta, servicios, sueldos. Entonces, ¿cuál es la ventaja real para el lector? ¿Dónde está el incentivo para el consumo de libros físicos si los precios siguen siendo un lujo en un país donde la gente piensa antes en comer que en leer?
Y aquí hay que ser claros: el acceso a los libros no es un capricho cultural, es una necesidad social. México tiene uno de los promedios de lectura más bajos del continente. Tres o cuatro libros por persona al año, si bien nos va. ¿De verdad creemos que la violencia va a disminuir si seguimos relegando la cultura a las sobras del presupuesto? ¿Cuántos callejones más necesitamos antes de entender que leer también es una forma de sobrevivir?
El Callejón del Libro tiene valor. Es un esfuerzo que resiste. Pero no alcanza. No mientras no se abra a nuevas voces. No mientras se mantenga como un sistema cerrado, con reglas no escritas que impiden la entrada de quienes más necesitan ese espacio. No mientras no se descentralice, mientras no se multiplique en otros municipios del estado, mientras se sigan dejando fuera a las editoriales pequeñas, a los autores que escriben desde los márgenes, a las ideas que todavía no tienen forma de libro, pero sí mucho que decir.
Lo peor es que alternativas hay. Existen ferias del libro en Morelos, sí, y en ellas a veces se les da espacio a autores locales y sellos independientes. Pero son escasas, dispersas, esporádicas. Algún mes en la plancha de Palacio de Gobierno, otro en el Museo de Arte Contemporáneo, otro más lejano en la UAEM. Pirotecnia cultural que no alcanza a generar cambio estructural.
La solución no es más festivales. Es más constancia. Más voluntad política. Más espacios que no estén supeditados al calendario o al capricho burocrático. Es entender que el libro físico sigue teniendo un lugar insustituible en la formación del pensamiento crítico. Que una ciudad sin libros no es solo una ciudad sin lectores, es una ciudad sin memoria.
El fomento a la lectura no se logra con discursos. Se construye en lo cotidiano, en lo posible, en lo local. Se trata de habilitar redes de apoyo para escritores y editoriales. De entender que vivir del arte no debería ser un acto heroico ni una sentencia de pobreza. Que no podemos seguir obligando a los autores a financiar sus propias ediciones, ni a las editoriales pequeñas a elegir entre publicar o subsistir.
Cuernavaca alguna vez fue un refugio de librerías entrañables: La Rana Sabia, la Librería de Cristal, la M. Sánchez. Hoy, su ausencia grita más fuerte que nunca. Las que sobreviven —Virgo, Cuernavaca, La Bigotona, los bazares como Recikla— lo hacen a fuerza de resistencia y pasión. Pero están solas. Necesitan que el Callejón y proyectos como él se pongan del lado correcto de la historia: el de la inclusión, el de la comunidad, el de la verdadera promoción cultural.
La cultura no es un adorno: es el cimiento de toda transformación real. Si queremos un Morelos más justo, más seguro, más humano, no bastan los discursos. Hay que abrir los libros, y con ellos, abrir caminos.