La pedagogía del transporte público
En opinión de Carlos Morales Cuevas
Viajar en transporte público, en México, siempre es una aventura, o mejor dicho, casi literalmente una odisea. A espaldas del Palacio de Cortés, abordé un autobús de la Ruta Once, en el centro de Cuernavaca. La música, o más bien, el ruido que salía por las bocinas dentro de la unidad era, además de escandaloso por sus altos decibeles, francamente de muy mal gusto. Digo, no es que yo sea un melómano muy refinado ni mucho menos, pero como diría mi hermana: hay niveles. Eran “canciones” de esas que tienen por introducción un “poema” recitado con una voz y una entonación tan dramáticas, que a cualquiera podría provocarnos una severa depresión.
El viaje se empezó a poner interesante en el momento en el que a punto de entroncar a Bulevar Juárez, un usuario que ocupaba el primer asiento del lado derecho del autobús, expresó su opinión con respecto a las obras públicas que se estaban realizando ahí: pobres pendejos, pinches paisanitos ignorantes, no saben nada; eso se hace usando máquinas y es de volada. Yo he visto, yo sé cómo se trabaja esto. En Estados Unidos meten las máquinas, hacen el hoyo y ya está, pero a estos los traen de México (yo supuse que se refería al Estado de México), pobres pendejos. El señor que aseguraba tener amplios conocimientos en el ramo de la construcción y del trabajo en obra pública, se estaba dirigiendo al chofer, pero era tan interesante su aportación que fue inevitable que todos los viajeros prestáramos atención a lo que decía.
Yo tenía un libro de cuentos de James Joice entre las manos, y la intención de leer un poco durante el rato que durara mi viaje. Esa intención me duró poco. Desde que abordé el autobús me di cuenta que el estruendo de la música dentro del vehículo haría difícil que pudiera concentrarme en la lectura. En cuanto el personaje del que les cuento empezó a hablar, me olvidé completamente del libro.
Un instante después de dejar atrás la zona en la que se realizaba obra pública, todos nos olvidamos del tema, porque aquel que había expresado su opinión al respecto, acaparó completamente nuestra atención, a tal grado que el operador, de inicio, bajó el volumen de su música, para poder oírlo bien. Un rato después apagó definitivamente su aparato reproductor de ruido. Así de interesantes fueron los temas que abordó ese hombre de aproximadamente cincuenta años, con camisa a cuadros grises y pantalones de mezclilla. Personaje que un instante después ya estaba al filo de su asiento, e inclinando el cuerpo hacia adelante, para dar mayor énfasis a lo que estaba diciendo.
La gente es muy ignorante, yo discuto con cualquiera, con los testigos de Jehová también. Pinches pendejos ignorantes. Dicen que San Miguelito es Dios, ¡pendejos!, San Miguelito es un ángel que Dios mandó para matar al Diablo, y está aquí, él vive en la tierra, yo lo he visto. Una vez yo estaba solo, escuché un ruido, agarré mi machete y salí, ¡era el Diablo! Pero no, a mí no me da miedo nada, a mi machete le saqué filo por los dos lados, como espada, y en cuanto salí le dije “a ver, ahora sí ya te llevó la chingada”, y no, qué va, salió en chinga, nada más vi la nube de polvo que dejó. Sí, pues si San Miguelito está de mi lado, por eso te digo, ¡pinches ignorantes! Dicen que San Miguelito es Dios.
Al escuchar la narración de cómo le había pegado tremendo susto al Diablo con su machete de doble filo y de saber que “San Miguelito” tenía relación cercana con este individuo, nos interesamos aún más y apuntamos bien las orejas hacia donde él estaba para poder escuchar lo que seguía diciendo.
Una vez, iba yo en la carretera y de repente vi un viento negro que venía hacia mí; era un coche negro a toda velocidad, envuelto en fuego, la lumbre es lo que te atrae, pero como yo ya sé reconocer lo malo, me di la vuelta en chinga y salí corriendo; era el Diablo. A mi cuñado se le apareció una mujer a media noche, dice que lo llamaba, pero qué chingados va a estar yendo, agarró y se fue a la chingada.Tengo un compadre que es pariente de Zapata, él me quería entregar su poder, sí, un día llegó y me dijo, “tú sabes mucho, el poder de Zapata es para ti, te lo voy a dar”, pero no, yo pa´qué chingados quiero eso, eso es malo; pero sí, a mí me querían dar el poder de Zapata. Otra vez también me trajeron una olla llena de oro, ya ves que la gente luego entierra el dinero; pues igual, me dijeron que era para mí todo ese oro, pero te digo que no, yo sé cuándo es algo malo, y ni madres, no agarré nada, además, no lo necesito.
Hubo un par de ocasiones en que algo que pasaba fuera del vehículo llamó su atención, y también de esos acontecimientos, que para algunos podría pasar sin pena ni gloria, él se ocupó y nos ilustró, por ejemplo: de pronto el autobús se frenó, un taxi se estaba dando la vuelta para desandar su camino, y entonces escuchamos que nuestro sabio a bordo sentenció: ¡pinche taxista pendejo! todos los taxistas son una bola de pendejos. El operador estaba tan interesado en lo que le decía, que veía más hacia atrás, por sobre su hombro derecho, que hacía adelante, que era por donde estaba el camino por el que nos llevaba; todos comprendíamos su interés en el hombre que le hablaba, así que ninguno de los pasajeros nos quejamos ni dijimos nada al respecto.
Al pasar por un cruce de calles, el hombre explicó: aquí vende pan un cabrón de Tlaxcala, está bien bueno, vende un pan de jamoncillo sabrosísimo. (yo nunca he probado un pan de jamoncillo, así que guardé en mi memoria la ubicación,para no dejar pasar la oportunidad si alguna vez vuelvo por aquellos lares). Tlaxcala perdió con Puebla. Tlaxcala es chiquito, Puebla es grande, por eso le ganó a Tlaxcala. Esta última parte he de confesar que por más que lo intenté, mis neuronas nada más no dieron el ancho y no entendí si hacía referencia a algún hecho histórico, a algún partido de futbol, o a qué.
Cuando un camión que transportaba basura rebasó al vehículo en el que viajábamos, obviamente el hombre hizo una reflexión sobre el asunto y desinteresadamente la compartió con nosotros. La basura es un negociazo, una vez un cuate que se dedica a andar en la basura, me dijo que la gente deja billetes debajo de las bolsas de basura, entonces que voy y levanté una bolsa, habían dejado un billete de doscientos pesos, que levanto otra y habían dejado treinta pesos, y así levanté varias bolsas y me junté quinientos varos en un ratito. Es cierto, la gente que deja la basura afuera de sus casas, deja billetes debajo de las bolsas. A causa de eso, ahora yo tengo un dilema casi existencial, no sé si sentirme mal porque nunca he dejado ni un billete debajo de mis bolsas de basura, o estar al pendiente de cuando mis vecinos saquen su basura para correr a ver cuánto dejaron debajo de cada bolsa.
Lamentablemente llegamos al punto en el que yo debía bajarme del autobús, estuve tentado a seguirme de largo sólo para poder escuchar un poco más de lo que este hombre decía, pero tenía yo un compromiso y ya era tarde, así que con pesar tuve que apear del vehículo. Lo último que alcancé a escuchar fue que empezó a hablar de su casa de dos pisos, a la cual ya le estaban haciendo los baños gracias a que uno de sus hijos no tomaba (es decir, que no era alcohólico). Toqué tierra. Mientras caminaba hacia el lugar en el que me esperaban, pensé que éste había sido un viaje casi pedagógico y que no importa lo que uno diga, lo importante es que hay que decirlo siempre con toda la seguridad del mundo.