El Tercer Ojo - Las palabras de la Bestia Hermosa.
En opinión de J. Enrique Alvarez Alcántara
Apreciados lectores que siguen esta columna semanal, ahora me propongo atraer su atención con la recensión del libro Las palabras de la Bestia Hermosa. Guillermo Lahera. (Debate, 2024. España).
Daré comienzo a esta cuestión señalando el conjunto de rasgos y características que caracterizan a este libro; en principio, debo destacar el hecho de que el encabezamiento del mismo me pareció sumamente interesante, cuando no casi literario: Las palabras de la bestia hermosa, título que, a su vez, tiene un subtítulo que es: Breve manual de psiquiatría. Debo resaltar el hecho de que, por sí mismo fue este encabezado el que atrajo mi atención hacia el mismo texto.
Recuerdo, como un antecedente necesario, que hace ya bastante tiempo leí un libro de Alexander Romanovich Luria, cuyo título es: El hombre con su mundo destrozado, una edición argentina, de una editorial que fue liquidada durante la dictadura instaurada en la década de los años 70 del siglo pasado, Granica, del año 1976. Existe una versión antecedente, en inglés, con un prólogo de otro personaje que fue un continuador destacado de la propuesta de lo que en su momento el propio Luria hubo delimitado como la “neuropsicología romántica”; es decir, el estudio de los casos clínicos, únicos e irrepetibles, que en la era actual han sido borrados de la memoria como referentes legítimos, para ceñirse a los “santos óleos” de la redacción, citación y narración APA.
Un poco después conocí el libro que se titula El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del neurólogo británico Oliver W. Sacks, quien prologa el texto El hombre con su mundo destrozado. En su libro, Oliver Sacks presenta un conjunto de casos clínicos que le permiten narrar cómo cada uno de los personajes afrontan la condición que vivencias; asimismo analiza, con base en ellos, un conjunto de categorías, conceptos y premisas de lo que es la neuropsicología y los trastornos o síndromes que describe y trata de explicar.
Posteriormente leí una novela, entre otros muchos más, de Rafael Pérez Gay, intitulada El cerebro de mi hermano; esta obra es una narración no de carácter clínico, sino una trama escrita por una personaje dedicado a la escritura de cuentos, novelas y ensayos, Pérez Gay, dedica esta obra a narrarnos el proceso largo y penoso de un deterioro cognitivo mayor o demencial de su hermano José María así como de sus seres queridos más cercanos a él. El cerebro de mi hermano es por ello una narración novelada y no velada sobre un personaje y su familia con respecto a todo el proceso demencial que vivió.
Por otra parte, entre otros libros más, leí el Breve diccionario clínico del alma, escrito por el neuropsiquiatra mexicano Jesús Ramírez Bermúdez, con un prólogo del Dr. Francisco González-Crusí; libro también dedicado a varios casos clínicos y los síndromes que les aquejan.
Parece ser que lo sugería hacia finales del siglo pasado un neuropsicólogo canadiense, André Roch Lecours, en el sentido de que era imprescindible pasar de la “neuropsicología del qué” –la afasia, la agnosia, la amnesia, la prosopagnosia, etcétera—,hacia una “neuropsicología del cómo”; es decir, narrar y tratar de comprender y explicar los procesos que subyacen a esta serie de trastornos o alteraciones secundarias a un daño cerebral o encefálico; era asimismo fundamental tomarlo en consideración porque de otra manera se quedaría uno en el clásico “estilo” de la asignación de etiquetas y supuestos diagnósticos clínicos que patologizan ciertos rasgos de la diversidad humana sin ofrecer alternativas de afrontamiento clínico y terapéutico basado en la comunidad y orientado hacia la familia.
Puede parecer inobjetable el hecho de que desde los trabajos de Luria, Sacks, Jesús Ramírez Bermúdez, entre otros más, se propuso la idea de trascender la “neuropsicología del cómo” para llegar a la “neuropsicología del quién”, a la neuropsicología del “sujeto de la actividad psíquica” superando también a la aproximación centrada en la “actividad del sujeto” o la “neuropsicología del cómo”, yendo más allá de los cánones de la investigación que exigen estudios con unas muestras amplias y representativas de población, redactando los contenidos y citando las fuentes bajo el criterio de los “santos óleos” de la APA.
Muy recientemente pude leer también el libro Cerebros rotos, del neuropsicólogo Saúl Martínez-Horta, quien dedica su obra a narrar casos clínicos y, con base en ellos, compartir sus reflexiones sobre una serie de categorías y concetos de la neuropsicología como una rama del conocimiento psicológico y científico.
Esta práctica narrativa se hermana en el hecho de que, sin duda alguna, recupera al “sujeto de la actividad psíquica” y fortalece una aproximación que se coloca dentro de los baremos de la “neuropsicología romántica” o la “neuropsicología del quién”.
Es necesario señalar que esta tradición narrativa deriva de la clínica de los siglos XVIII y XIX, descriptiva, detallista y, por supuesto, centrada en “el caso” y no en “la muestra”.
Pues bien, el trabajo que ahora nos ocupa es un texto que, sin duda, nos hala a dirigir la mirada y la atención al quién, empero aproximándolo claramente al cómo y sin omitir los qué. Las palabras de la bestia hermosa es un trabajo que, con base en personajes reales y concretos toca las cuestiones relativas a la esquizofrenia, los delirios, la depresión o lo que algunos llaman el trastorno bipolar y desde luego aborda el trastorno obsesivo compulsivo (TOC), entre otros más.
Desde luego que no describiré cada uno de los casos expuestos pues el lector puede disfrutarlos leyendo el libro; sin embargo, a través de un único caso, el que se intitula Ainhoa, sangrando por le herida (Pp. 133-168), asunto que le permite analizar la noción de “trauma psíquico” derivado de las vivencias que en el País Vasco fueron vivenciadas como la confrontación político-militar de la organización ETA y el gobierno español, trataré de mostrar la riqueza que trasciende a una persona y nos coloca en fenómenos que adquieren una dimensión psicosocial.
Más allá del “sujeto de la actividad psíquica” y trascendiendo las circunstancias específicas que le correspondió enfrentar a Ainhoa, extiende su reflexión hacia un punto que hoy por hoy ocupa un lugar cimero en las reflexiones psicopatológicas. Para ello nos enrostra una interrogante crucial: ¿Qué es un trauma y qué no?
Inicialmente, comparte una primera aproximación, es «una situación extrema, que pone en peligro la vida o la integridad del sujeto, vivida con intenso terror o indefensión», lo que incluye ser víctima de un atentado terrorista, de una agresión física o de una violación, sobrevivir a una catástrofe natural o a un grave accidente de tráfico.
Una vez iniciada esta reflexión, agregará un aspecto aparentemente no considerado en la primera definición; «la definición de los últimos años ha ido perdiendo importancia el hecho objetivo que tiene lugar y ha cobrado gran protagonismo la vivencia subjetiva, los sentimientos asociados de horror, indefensión o abandono».
El concepto de trauma, entonces, se ha desplazado hacia «situaciones adversas vividas traumáticamente». El paciente puede decir, por ejemplo, que «para él, fue un trauma la separación de sus padres o que le impidieran llevar tatuajes hasta los dieciocho», ahora bien pese a que el sentido común nos dificulta equiparar esta adversidad a ser testigo de las matanzas de Ruanda, poco podemos añadir ante esta vivencia.
En paralelo a esta «hiperinflación del trauma», hay una expansión de las situaciones adversas, que desbordan a las antes denominadas, más modestamente, «estresantes». Hasta aquí parece que la reflexión, sumamente necesaria, compartida por Guillermo Lahera, es crucial a la hora de la práctica psicoterapéutica.
«El termostato de nuestra época se ha desajustado», ciertamente, nos advierte el Dr. Lahera. Hay quien piensa que todo esto es un cambio positivo, que valida la respetable vivencia interior de las personas y cuestiona —con cierta razón— quiénes somos nosotros para opinar desde fuera qué supone o no un trauma.
«Pero existe también el riesgo de que, si todo es trauma, nada acabe siéndolo realmente, y que utilicemos el mismo término para hechos por completo dispares, desvirtuándolo y banalizándolo». He aquí la cuestión fundamental, nos advierte.
Según precisa Guillermo Lahera, «los acontecimientos traumáticos suelen tener tres características básicas: la falta de control, la percepción muy negativa de la experiencia y su aparición imprevista o repentina». Es decir, centrada la expresión en «situaciones adversas vividas traumáticamente».
No hay, por ende, situaciones traumáticas per se, dado que lo traumático alude a un fallo en la elaboración psíquica de la experiencia por parte del sujeto de la actividad.
Partimos pues de tres grandes grupos de experiencias traumáticas: la amenaza para la supervivencia, la pérdida abrupta del vínculo y la pérdida del sentido de individualidad.
Ergo, algunas personas, no todas, tras sobrevivir a una experiencia de tanta violencia, puede tener para siempre un recuerdo vívido y sensorial que no está integrado en su biografía y que representa una brecha psíquica, por su contenido afectivo no elaborado.
El sujeto no es capaz de darle al recuerdo una dimensión temporal, por lo que vive en un eterno presente de aquel instante. Se ha descrito el trauma como una «imagen indeleble» o «la huella de la muerte».
Para que este recuerdo deje de ser omnipresente en la conciencia, y la persona pueda convivir con él, tendrá que ser vehiculizado a través de una narrativa verbal apropiada, y pasar de ser fragmentado y confuso a quedar integrado.
Hasta aquí dejo la exposición con la certeza de que estos fragmentos de la obra puedan invitar a nuestros seguidores a leer este importante trabajo.