8 de marzo

En opinión de Aura Hernández

8 de marzo

“Ni guerra que nos destruya ni paz que nos oprima”

 

Grito global

 

La violencia hacia las mujeres, tiene en nuestro país una raigambre cultural de larga data. En México el atropello a los derechos de las mujeres, a las que hace poco más de 60 años no se consideraba ciudadanas, era, y es desafortunadamente una violencia normalizada. Por ello, visibilizar las violencias hacia las mujeres en la actualidad es fundamental en el reconocimiento de estos derechos históricamente conculcados.

Pero de igual manera, es importante conocer de dónde viene nuestra tradición machista, qué ha pasado con los derechos de las mujeres en los periodos de grandes cambios en nuestro país. Porqué la cultura machista pervivió pese a los enorme transformaciones institucionales que experimentó el país por ejemplo en el Siglo XX, y no ha sido sino hasta la gran revolución de las tecnologías de la información, que la transformación de la cultura machista que nos aqueja, ha empezado a ceder. Tal vez la respuesta esté en la historia de nuestra cultura.

Expertas estudiosas de la historia del género como Ana Lidia García Peña, Eva Rocha y Julia Tuñon han señalado varios fenómenos sociológicos a los largo de nuestra historia que bien podrían explicar una parte de la persistencia de la cultura machista en nuestra sociedad.

Estudios realizados sostienen que nuestro país arribó al siglo XX con un déficit de población masculina. Hacia el año 1900 por cada 100 mujeres había 90 hombres en edad casadera, y de estas, casi el 60 por ciento eran mujeres solteras y en edad productiva. Lo que generó,a su vez, una alta incidencia de lo que en esa época denominaban “matrimonios ilegítimos” y una “subcultura del adulterio

 

tolerado”, en el que muchas mujeres aceptaron esta condición para asegurar su futuro económico.

A finales del siglo XIX y principios del XX, la experiencia de desorden social producto de la guerra (la de Reforma y la Revolución) hizo posible la aparición de toda una cultura de las relaciones amorosas, en la que el rapto de mujeres se convirtió en una constante, y que no eran otra cosa que crímenes de guerra que posteriormente fueron edulcorados en las memorias que algunos protagonistas.

Lamberto Popoca y Antonio D. Melgarejo, dos cronistas morelenses del periodo, para nada imparciales, dieron cuenta en sus relatos de la forma en que durante la fase armada del conflicto las mujeres eran usadas como arma y botín de guerra, y poco después, cuando la revolución devino en bandidismo gracias a la romantización de sus crónicas el rapto de mujeres se transformó en un fenómeno de “seducción”.

En los relatos de ex revolucionarios, abundan las alusiones a la importancia que para las bandas armadas, tenían las relaciones amorosas: “una mujer infiel” fue la causante del exterminio de los Plateados; por “el adulterio de una ingrata” hombres de bien se iban al monte con los bandidos. El honor burlado en una mujer (familiar) se limpiaba sólo con la muerte.

Los relatos también apuntan de qué manera, en el porfiriato los Jefes Políticos y funcionarios menores, escudados en el poder realizaron un sinnúmero de atrocidades de índole sexual en contra de los habitantes de los pueblos y utilizaban la consignación obligatoria al servicio de las armas para ejercer venganzas personales, o bien para satisfacer “sus apetitos de machos”. La violencia sexual usada como forma de opresión y como arma de guerra, una guerra de hombres.

En la honra mancillada de las madres, las esposas o las hijas subyacía la ofensa al padre, al esposo o al hermano como dueños de las vidas de esas mujeres, pero

 

también mostraba la importancia que en moral social prevaleciente tenía la noción de castidad de la mujer.

La persistencia de la violencia sexual como fenómeno sociológico fue una constante en el periodo, tanto que en el Congreso Constituyente de 1917 el tema se discutió acaloradamente. Frente a una facción que proponía incluir entre los delitos sancionados con la pena de muerte a la violación, pues consideraba este problema se estaba convirtiendo en una “verdadera epidemia”; había otra, la mayoritaria, que admitía que la violencia sexual de los mexicanos hacia las mujeres era un asunto derivado de su temperamento y que por tanto era un exceso la pretensión de llevar al patíbulo a los violadores.

Los diputados que se opusieron a esta propuesta esgrimieron entre sus argumentos que en México, “en nuestras costumbres arraigadas todos nuestros jóvenes, casi en su totalidad, tienen su iniciación pasional por medio de comercios violentos con las criadas y las cocineras”.