Punto Kairo - Ajuste de cuentas

En opinión de Juan Salvador Nambo

Punto Kairo - Ajuste de cuentas

En el camino es fácil encontrarse con los amigos de trabajo dirigiéndose a sus respectivas zonas de ventas. A veces preferimos irnos a chelear y dejamos el trabajo botado; el único problema es que nos pagan por comisión y si lo hacemos seguido nos morimos de hambre. Al menos yo tengo otro recurso, pero cada vez es más difícil vender la mercancía.

- ¿Cómo estás, mi Armando? Ni vayas a la chamba, la directora está bien enojada porque no hemos podido inscribirle ningún cliente. Y si vas así de pedo, seguro te corre.

De haber sabido, me quedo en mi casa. Tengo poco dinero, me alcanza para comprarme una caguama en lo que pienso qué hago, trabajar no puedo, me siento borracho, si algún cliente me mira así, seguro que me la hace gorda.  Pasé al parque Cri Cri para tomarla. Siento el alivio de la cerveza en la garganta, refrescándola, amargándola. Una chica del mercado me ofrece un boleto para una rifa. No puedo comprarle esta vez. Tengo que adelantarme para tomar el camión. Hago otra parada en Clavijero con la Güera a tomar otra caguama, casi es medio día, ya me piqué. Prefiero un fuerte, total.

No me gusta tomar de solo”. Se me sale la nostalgia pensando en el pasado. Blanca, mi esposa, no era así: cuando comenzamos a vivir juntos ella sabía lo que yo era. Que no me salga ahora que necesita que yo cambie, que no le juegue al vivo, que cuide mis amistades. Al mismo tiempo insiste en que le dedique más tiempo, que no le alcanza el dinero. Ay. Ese calorcito en la cara y en los ojos. No me gusta llorar. Han de ser los efectos del pomo.

Una mentada de madre fueron las últimas palabras que Blanca y yo intercambiamos antes de salir de casa. Dijo que se iría. Una vez, hace tiempo, se fue de la casa y su padre consciente de que “una vez salido el producto no se aceptaban devoluciones” le recomendó que regresara para aclarar lo que consideró, era sólo un malentendido.

Estoy cansado de la misma rutina. Todos los días levantarme temprano para dirigirme al trabajo desde Cuautla, aparentar estar contento en todo momento y jurar y perjurar a desconocidos que la Inteligencia Artificial es la carrera del futuro; en los pueblos se la creen porque muchos no saben ni ocupar su teléfono, pero ya que entran a la bendita escuela se dan cuenta que no es lo que esperaban y terminan yéndose en poco tiempo. Invierten una buena cantidad de dinero, para supuestamente conocer algo que sería fácil aprender en un tutorial de Youtube. Pero no tengo más remedio. Es la única chamba que pude conseguir, porque ni de guardia de seguridad, ni soldado, ni cargador, que son los trabajos más recurrentes.

En la terminal de la Estrella Roja Armando aún puede tomar el camión. Toma sus precauciones para evitar el aliento alcohólico. Duerme profundamente y logra llegar a su destino. Normalmente regresaba por la tarde junto con el montón de gente que se dirigía al centro de Cuautla para tomar la Combi a Ayala, pero ahora llegaba mucho antes. En su colonia él era hombre de bien hasta que cayó en la venta de drogas; como tal, decía que cada vez era más difícil la venta, lo que le obligaba acceder a extorsiones, otros delitos y un trabajo decente, para guardar las apariencias, lo que cada vez le costaba más. Aunado a ello, ahora tenía que soportar la lucha por la plaza entre michoacanos y gente de Guerrero.

Las principales calles de Cuautla eran adornadas con motivo del día de muertos. Ahí, muy cerca de la casa de Armando, un grupo de hombres armados le dispararon varias veces a quemarropa. Parecía que lo estaban esperando. Pocos dijeron haberse dado cuenta de lo que ocurría y se limitaron a llamar a la policía. Al poco tiempo el lugar estaba lleno de gente, como llamada por el olor de la sangre: prensa, policías, vecinos que sostenían una alejada relación con aquél. Había tocado los intereses de la maña, decían los colonos, así conocían a gente como Armando.

Algunos afirmaban que los responsables eran justicieros de un cártel que supuestamente tenía contactos con la policía municipal y, sobre todo, con un grupo de taxistas que servían de informantes. La colonia donde ocurrió ese incidente poco a poco estaba depurándose, insistían los vecinos, se controlaba a los delincuentes comunes y se les fue castigando cada vez con mayor severidad; a varios de ellos, detallaban, ya los habían dejado desmembrados, o los desaparecían o pagaban una fuerte cuota por operar. Era la nueva forma de hacer justicia y había que acostumbrarse.