Política y Opinión Pública - DESINFORMACIÓN, MANIPULACIÓN DE INFORMACIÓN, FAKE NEWS Y REDES SOCIALES

En Opinión de Jaime Juárez López

Política y Opinión Pública - DESINFORMACIÓN, MANIPULACIÓN DE INFORMACIÓN, FAKE NEWS Y REDES SOCIALES

DESINFORMACIÓN, MANIPULACIÓN DE INFORMACIÓN, FAKE NEWS Y REDES SOCIALES

 

“Correr riesgos extremos, en lugar de elevar a una nación, a veces la derriban; despiertan sus pasiones, sin conducirlas, y perturban su inteligencia, lejos de iluminarla”.

Alexis de Tocqueville

 

Soy un convencido de que todo régimen verdaderamente democrático debe garantizar la libre expresión del pensamiento.

 

Es condición indispensable para que los ciudadanos puedan expresar su descontento con la conducción de los asuntos públicos, exigir agendas populares e incluso criticar, por duro que sea, a tal o cual actor político. En definitiva, en Democracia, el pueblo tiene plena libertad de expresión, con la única sujeción a los límites constitucionales.

 

Este precepto fundamental no significa, en palabras de Robert Dahl: “solo tener derecho a ser escuchado, sino también tener derecho a escuchar lo que otros tienen que decir”.

 

El silencio del ciudadano sólo sirve a los dictadores, siendo desastroso para las democracias. Sin embargo, Dahl también advierte sobre la necesidad de una “comprensión ilustrada”, que implica independencia, objetividad, veracidad, y calidad en las fuentes de información.

 

Para que este propósito sea posible, me refiero a la libertad de expresión y derecho a la información, es necesario, por tanto, que además de proceder de varias fuentes independientes, las noticias sean fiables, tarea cada vez más difícil en el mundo online.

 

En términos políticos, las redes sociales, en un principio, parecían haber ayudado a difundir nuevas plataformas o incluso liderazgos, como sucedió con Barack Obama con motivo de su primera victoria en la carrera por la Casa Blanca (2008). Fue a través de las redes sociales que obtuvo importantes financiamientos y pudo difundir videos y propuestas gubernamentales.

 

Sin embargo, más adelante lo que se vio, fue el uso de los medios digitales, de manera muy frecuente, para la propagación de fakes o noticias falsas (que incluyen la producción y edición de videos, fotos y textos falsos), muchos con fines políticos, a través de bots, que son algoritmos programados para distribución masiva o, según el perfil de cada uno de los usuarios de la red.

 

Basta mencionar lo ocurrido en otras elecciones presidenciales estadounidenses, realizadas en 2016, donde tales prácticas quedaron en evidencia, en claro perjuicio de la campaña de Hillary Clinton. Inclusive uno de los casos denunciados involucró la falsa acusación de que ella participó en crímenes como secuestro, trata y abuso infantil, hechos que se aseguraba habrían ocurrido en la parte trasera de una pizzería en Washington.

 

La facilitación de la expresión del pensamiento a través de internet y, principalmente, tras la popularización de los smartphones, que posibilitaron desde la palma de la mano maravillas hasta locuras, no trajo calidad al debate político, al contrario.

 

En un primer aspecto, es posible observar que todos parecen tener una opinión (e incluso una necesidad de exponerla) sobre los más variados temas, aunque no sepan nada de ellos, haciendo que muchas de las discusiones cotidianas, en particular las políticas, sean superficiales e impregnadas de prejuicios producto de la desinformación.

 

En estos grupos se observa el desconocimiento como combustible para la popularización de los temas de esas mesas o foros  digitales.

 

En una segunda mirada, se percibe algo más grave: la presencia de mala fe explícita, en la emisión de la opinión, es decir, cuando el interlocutor conoce la falsedad del argumento y, aun así, acaba lanzándolo en espacios públicos de discusión, como una forma de obtener una ventaja, incluso a costa de otros o del propio debate democrático.

 

El llamado discurso de odio aparece como un vehículo para promover prejuicios cada vez más visibles en el mundo virtual, con los que hay que tener aún más cuidado, ya que vulneran los derechos humanos.

 

Desde un punto de vista político, el mundo digital ha abierto nuevas posibilidades para el activismo.

 

De hecho, hablar desde la palma de la mano, muchas veces de forma anónima, es mucho más rápido y menos laborioso que unirse a un movimiento social o partido político para escuchar y ser escuchado.

 

Desde luego no puedo de manera simplista cuestionar,  el valor de estas acciones en línea, pero no creo que el resultado de una buena política sea una mera suma de expresiones y participación social.

 

La construcción política e institucional de la democracia fracasa, sin calidad y veracidad de la información, cualquiera que sea la emoción del momento, la presión y atención mediática. Es claro, como en otros sectores, que en internet las capacidades y posibilidades de participación se dan de manera muy desigual, son espacios caracterizados por la homogeneidad y las posiciones extremistas.

 

El actual contexto de deficiencia en la formación cualitativa del debate propicia, en constante retroalimentación, la difusión de la argumentación superficial a temas profundos, como por ejemplo, el futuro de la democracia representativa en medio de bajísimos niveles de confiabilidad de los potenciales votantes.

 

El diagnóstico de la patología social que representa la desinformación y la manipulación de la verdad, llevo a que en 2016, el Oxford Dictionary eligiera como palabra del año, el término “posverdad”,  adjetivo que se refiere a: “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las opiniones emocionales y personales”.

 

El término es nuevo, pero la práctica no lo es. El hecho es que la opinión pública ha sido manipulada durante mucho tiempo en la historia, ya sea mediante el uso de los medios de comunicación, la educación o incluso la producción literaria y artística, incluso con la resistencia de algunos periodistas, docentes y artistas independientes.

 

La diferencia es que los medios virtuales de hoy son más potentes, aunque paradójicamente permiten una mayor posibilidad de verificar la información, lo que no todos están dispuestos a hacer.

 

E incluso los grandes grupos mediáticos -con su periodismo profesional, como pregonan sus editores- merecen la debida reserva, porque el hecho de que certifiquen la veracidad de la información y establezcan un mínimo contradictorio cuando se imputa algo a alguien no lo “pone en una caja fuerte”, protegidos de los intereses económicos y políticos que defienden, como empresas que son, aunque se empeñen en negarlo.

 

Así es como el sistema político cayó en la trampa de la omnipotencia sugerida por los medios de comunicación, pero convertida en la regla de la competencia entre agentes políticos que se acusan mutuamente de no haber hecho lo suficiente.

 

La política moderna ha invertido los antiguos privilegios. Si antes los monarcas se escondían, hoy lo invisible es lo público, y ya no gobierna el que ve, sino el que es visto.

 

En la democracia representativa, la voz, la palabra y el oído eran los principales recursos, pero ahora, en la democracia de red, existe un modelo videocrático de sociedad, que ha sustituido la voz por la visión, cuyo imperio empobrece el nivel del discurso político.

 

Pero no sólo en las redes sociales están los problemas de manipulación de la información. A pesar de defender el periodismo profesional como forma de combatir el fenómeno de las fake news, los grandes medios no están exentos, por el contrario, de la parcialidad con la que tratan los temas políticos.

 

No es un absurdo sostener, que la baja calidad de la cobertura periodística se debe, en buena medida, al margen significativo de libertad que otorga el sistema electoral a los medios escritos en general.

 

Si bien el permiso de opiniones editoriales a favor o en contra de los candidatos rara vez se utiliza, lo que ocurre es la tergiversación de “cruzadas acusatorias”, según la línea ideológica del grupo de comunicación, los poderes fácticos y los intereses involucrados.