Casos y Cosas de Morelos - ¿No será mejor el arancel?
En opinión de Sergio Dorado
La posición de Andrés Manuel López Obrador respecto a la relación de los Estados Unidos y México parte de la creencia que para que haya una pelea debe haber dos protagonistas resueltos a solucionar conflictos con los puños, así lo ha expresado con frecuencia el presidente. No quiere pleito, y punto. En política exterior, el presidente no quiere ser rudo con el exterior y argumenta su actitud en la honra a la Constitución sobre la autodeterminación de los pueblos y la no intervención en asuntos ajenos.
El discurso de López Obrador contra la mafia del poder nacional o la corrupción o el exceso en el ostentoso vivir de los funcionarios públicos es incluso estridente y condenatorio, con todas las razones justificables que para ello pueda haber; pero por otro lado, dispensa agravios históricos del país vecino sobre el nuestro con palabras dulces de amistad y respeto que no tienen eco alguno en la mente del que intenta ser patriarca de México desde el extranjero.
No sé si la mayoría de la gente que apoya a López Obrador siente lo mismo que él en el fondo del alma. La historia de nuestra relación con Estados Unidos tiene su propia historia, si me permite usted el pleonasmo, estimado y único lector. Seguro estoy que el presidente ha leído sobre estos agravios que fueron escalando al grado de llegar a invadir México en 1847, al que pudo haber colonizado entonces de haber querido. El hecho no se consumó porque los norteamericanos, allá en la cúpula de su poder, vaya usted a saber por qué, así lo decidieron; México, en ese momento, estaba a merced del excesivo poder que Estados Unidos adquirió tras la Segunda Guerra Mundial.
Quiero pensar que la actitud y paciencia del presidente de México es para valorar reacciones antes de actuar, y puede que desde este punto de vista se justifique la necesidad de dos peleadores para que haya riña. Quiero creer que lo de López Obrador es un compás de espera, de cálculo con un fin. Porque, desde la otra esquina del ring, el peso pesado ya está de pie y chocando los guantes impacientes. Así como Cuauhtémoc prefiere una “cáscara” de fut con sus cuates del América que reunirse con el presidente de México en Tijuana, a Donald Trump le fascina el box rudo. Por ello, a lo mejor está bien que López Obrador persista un momento apacible en su esquina, para al menos intentar disminuir de pronto una rayita a la soberbia.
Paradójicamente, el conflicto arancelario es un momento histórico para AMLO, para encaminar un proyecto de disminución de dependencia que no pocos problemas ha dado a nuestra existencia como país. Casi puedo asegurarle a usted, estimado y único lector, que en la premonición original el presidente de México jamás imaginó tener que lidiar con un tipo irracional, y que arreglaría los conflictos con persuasión y convencimiento, con la razón, dice él. Pero cuando uno voltea de soslayo y enfoca la vista en el comportamiento del presidente estadounidense, no es difícil inferir que con este tipo de hombres no se puede pactar nada racionalmente; no ve, no siente; sólo oye su interior ansioso por liberar la xenofobia blanca.
Trump ha impuesto un jaque al rey moreno -si me permite usted la parodia aguada-, francamente con pocas posibilidades de salvamento, opinaría Raúl Capablanca, el “Mozart del Ajedrez” y campeón del mundo. Casi ninguna, diría yo, porque las piezas mayores… un puntiagudo alfil por la izquierda y una pesada torre al fondo del tablero, con un caballo parado justo donde no debiera, acechan para despatarrar de una vez la desconchadatapia de morenitos peones embravecidos.
El presidente de Estados Unidos, engendrando un ambiente mediático de fakenews y especulaciones propicias a su fin, ha dado 45 días de gracia a México. Si al cabo del término López Obrador no da una y reprueba el examen con menos de seis, está sentenciado, va el arancel.
¿No será mejor el arancel?