TERCERO INTERESADO - La ley del ierro

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En opinión de Carlos Tercero

TERCERO INTERESADO - La ley del ierro

Por siglos, la política ha moldeado prácticas y códigos implícitos que se ajustan al vaivén del poder. Más allá de las leyes escritas, existen mecanismos informales que cada régimen usa para mantener cohesión, acotar disidencias y corregir desviaciones que percibe como amenazas. Entre ellos sobresale una feroz trilogía –destierro, encierro y entierro– conocida como la “Ley del ierro”, no por referencia al metal sino por la coincidencia final que comparten sus tres componentes.

No se trata de una regla escrita, sino de una lógica política que recuerda la capacidad del Estado, del poder, para reconfigurar el tablero cuando percibe amenazas, incomodidades o excesos, con una fuerza que radica en su carácter no formalizado, pues no es parte de ninguna norma, pero está presente como advertencia silenciosa que pesa sobre aquellos que desafían o cuestionan a la nomenclatura dominante.

Ejemplos históricos sobran. Políticos, líderes sociales, intelectuales, periodistas o empresarios disidentes han sido sometidos a alguna de las fracciones de esta “ley”, y en ocasiones, a una combinación de ellas. El destierro, que en otros tiempos implicaba expulsión física del territorio, adoptó en la era contemporánea formas más sutiles como nombramientos diplomáticos, estancias académicas o de investigación en el extranjero, o bien encargos en organismos internacionales que constituyen exilios disfrazados no como castigo explícito, sino como una salida cuidada que permite retirar del escenario a quienes se volvieron un problema, evitando escándalos innecesarios.

Cuando el exilio no basta, el encierro sigue siendo herramienta contundente y recordatorio del límite que el poder tolera. La prisión de opositores, el uso estratégico del aparato judicial o la apertura selectiva de carpetas de investigación sirven para disciplinar a quienes, desde dentro o fuera del sistema, alteran equilibrios.

El tercer mecanismo, el entierro, constituye la expresión extrema de esta lógica. La muerte, ya sea por homicidio, “accidental” o por sospecha de “suicidio”, marca el límite último del desacuerdo en lo que la historia registra nombres de sobra de quienes, tras desafiar al poder, terminaron silenciados.

Este sistema paralelo de sanciones ha sido sombra que acompaña al poder y se activa cuando las demás herramientas fallan o resultan insuficientes. México no ha sido ajeno a esta práctica; gobernadores que terminaron en embajadas, secretarios de Estado que desaparecieron de la escena pública bajo investigaciones interminables, líderes sindicales procesados cuando dejaron de ser útiles y periodistas asesinados por incomodar intereses oscuros ilustran la vigencia de esta lógica. Más allá de consideraciones éticas, morales o jurídicas, estos episodios muestran que el poder no solo se ejerce desde las instituciones formales, también opera mediante reglas no escritas que determinan qué y quién puede hablar o actuar, hasta cuándo y a qué costo.

La “Ley del ierro” no es meramente castigo: es, sobre todo, advertencia que muestra contundentemente quién manda, delimita los márgenes de la disidencia tolerada y establece consecuencias para quienes los traspasan. No es casual que actores políticos experimentados la conozcan bien, incluso si nunca la mencionan públicamente. Su eficacia radica precisamente en su carácter tácito, pues no necesita proclamarse para ser obedecida.

En una época en la que la transparencia, los derechos humanos y la rendición de cuentas dominan el discurso público, las formas burdas de coerción han cedido paso a mecanismos más sofisticados: el destierro se presenta como oportunidad profesional; la prisión, como combate a la corrupción, y la muerte, como desgracia personal. Cambia el relato, no la lógica. Maquiavelo lo advirtió con brutal claridad: el miedo es más seguro que el afecto, porque obliga sin negociar; no requiere simpatía, solo obediencia. Así, mientras el miedo siga operando como instrumento de poder, la “Ley del ierro” no será un estertor del pasado, sino vigente práctica silenciosa de gubernamentalidad, es decir, una tecnología de administración del disenso.

Carlos Tercero

3ro.interesado@gmail.com