Reclusión y penumbra en la noche antigregaria
Jorge ¨N¨ lleva alrededor de cuatro semanas en una clínica del IMSS
A consecuencia de la pandemia de covid-19, se encuentra incomunicado
Jorge “N” estuvo cuatro semanas en el aislamiento hospitalario. El covid-19 se sumergió en su cuerpo (hace un mes). No podía respirar. La angustia provocó un llanto incesante. (La amargura es estridente cada noche o, como dice Kafka: “El gesto de amargura del hombre es, con frecuencia, sólo el petrificado azoramiento de un niño”).
Se encuentra en algún piso del Seguro Social (en la avenida Plan de Ayala). Entró por un problema de disnea y, en seguida, el enclaustramiento se hizo necesario. Nadie del exterior le había suministrado un mensaje (de afecto o desdén).
Sus familiares narraron que, un sábado de mayo, experimentó un déficit (a causa de su “hipertensión arterial”). Tuvo un vahído. La ambulancia jamás llegó. Uno de sus consanguíneos lo condujo en un taxi (con los riesgos que esto conlleva). Iba en silencio. El chofer no pronunciaba ningún vocablo. El auto era un halo de disensión silente.
Desde entonces, sobrevive en el aislamiento, donde fue forzado a ingerir alimentos “blandos”: gelatina, arroz, atole, pan tostado, sopas calientes y otros. Según la oralidad de aquéllos, los médicos son inconstantes en sus diagnósticos: un día, mejora. Otro, empeora. Hubo un tiempo en que expresaron que no iba a “librar” la pandemia. Y el gemido se volvió sollozo; ergo, éste, vapor…
El enfermo tiene cerca de 60 años. Es profesor de Matemáticas. Se exaspera, a medida que el tiempo desvanece. Para él, el confinamiento clínico es una especie de ergástula, donde se experimentan sensaciones de vacuidad. Algunas tardes se levantó a caminar y, de inmediato, perdía el hálito (como cuando el agotamiento se introduce en el alma).
No sabe nada del exterior. Sólo ha leído algunas epístolas… No socializa con ningún enfermo. Apenas y balbucea frente a los galenos, quienes, de modo intermitente, se acercan a su cama (para revisarlo). Parece un hablante en ciernes.
Las enfermeras van y vienen en medio de la batahola que ha causado la expansión del virus. Nadie se divisa entre sí. La clínica es símil a una habitación en el desierto (rodeada de padecimientos y semblantes desvaídos). No hay ponto. Las voces se desalinean de la ausencia del frenesí. Un babel con el mismo idioma. La germanía única: angustia.
El día muestra el alba y, en el centro hospitalario, sólo se observa desolación. En otro momento, el personal se manifestó en demanda de equipo de salvaguarda. Algunos caen (los que están en la deriva de la contención) yertos. Los números se bifurcan (como un sendero en el aire).
Él presiente algo. Un nudo en la garganta propicia el galimatías. No saldrá de ahí (no ahora). Su salud se ve a lontananza. Es un bajel a mar abierto y en la noche casi abandonada.