Caricatura Política - Penacho Virus
En opinión de Sergio Dorado
Treinta y tres días con treinta y tres minutos y tres segundos antes de la celebración del Penacho Virus, el sacerdote Fiel Gato Blanco, confeccionó con tiempo suficiente la indumentaria que habría de vestir en la tradicional ceremonia anual ante los chairos de la comunicación social de la nación, con la presencia, además, y desde luego, del Gran Tlatoani postrado en la cúspide más encumbrada del Templo Mayor.
Desde temprano en la mañana, escogió de la cima del montón de impasibles difuntos a la última víctima, un mexica de edad mediana pero panzón, lo cual garantizaba cuero más que suficiente de donde cortar. Mientras lo arrastraba a casa sobre un cuero viejo y muy pasado de moda, una sonrisa de oreja a oreja iluminó el espíritu de Fiel Gato Blanco, pues muy apropiado pareció al propósito la muy repulsiva mueca de sorpresa, dolor y espanto en la postrera aspiración de aire terrenal.
Con la destreza adquirida a través de los años, donde la rolliza dermis concurrió también con el ágil deslizamiento de la filosa cuchilla de negra obsidiana, el desuello fue más que raudo en tanto que en sólo unos minutos sostuvo el insumo terminal con ambos brazos alzados en alto, lo examinó de arriba abajo y supo con toda certidumbre que tela sobraría para algún perifollo de impacto en el proscenio de lavadura de sesera.
Con un cucharón de palo de rosa proveniente de la región primaveral de Cuauhnáhuac, Fiel Gato Blanco sumergió la piel en un cazo de agua hirviendo condimentada con tres negrísimos ajolotes vivos, treinta y tres pelos de jaguar retozón recién nacido, tres mil trescientas treinta y tres piedras de sal y tres chorros generosos de super salsa Tabasco sobre la ebullición. En un códice anónimo, los anales de la historia antigua cuentan que hasta unos días antes de la ceremonia la tela pendió al sol en un tendedero de henequén maya, de donde fue arriada tiempo después, y alisada con ternura casi maternal para proseguir luego con el tratamiento de confección conforme a patrón previo.
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La chirimía ascendía al Templo Mayor a medida que Fiel Gato Blanco subía uno a uno los escalones de la pirámide astral, envestido con su túnica nueva recién acicalada. Esta vez con un corbatín rojizo de lengua estirada al máximo y unos holanes cosidos con hilo de intestino delgado a la bastilla meridional de la prenda.
A mitad del ascenso, la tenue percusión del teponaztli fue incrementando su resonancia hasta que el sacerdote, con el enloquecimiento al borde de un ataque, alcanzó finalmente la explanada superior con la sandalia izquierda, y los cascabeles atados a los tobillos se trastornaron de golpe con los inéditos giros atrevidos y saltos elásticos de Fiel Gato Blanco, extasiado y acompañado por toda una orquesta de instrumentos prehispánicos que extasiaron al Gran Tlatoani como nunca en la historia del Penacho Virus, y entonces vino el silencio total, justo en el momento en que el Gran Tlatoani con gesto adusto y solemne cedió el escenario al sacerdote.
La ofrenda tuvo que ser atada bocarriba sobre la plancha del sacrificio. Los berridos del niño y sus padres se escucharon más allá de los confines de Mesoamérica. Pero, aun así, Fiel Gato Blanco, con los ojos desorbitados y la indiferencia bien instalada en el espíritu sacerdotal, canjeó la vacuna remedial contra el Penacho Virus por un hermoso puñal que desde lo alto clavó con dolo en el centro del amparo judicial estampado en mate y el corazón del niño.