Caricatura Política - El deshacedor de aspiraciones
En opinión de Sergio Dorado
En un rincón de Cuauhnáhuac, de cuyo nombre sí quiero acordarme, vivió un hombre tan longevo que a fuerza de escuchar discursos políticos a la par de degustar huevos fritos y café de olla bien cargado, terminó tan dislocado del pensamiento, que una buena mañana, sin decir agua va, extrajo del ropero un baúl enterrado bajo otros añosos triques que mucho tiempo hacía no había sido esculcado.
Evitando indicios de aspiración superflua, que aprendió a aborrecer por influjo mañanero perspicaz, don Josefo Gallegos Cagancho, con gran curiosidad entreabrió el baúl y lo primero que descubrió fue la capa del Cid Campeador que su amada abuela, doña Dulcinea del Toboso, confeccionó alguna vez como regalo de cumpleaños. Y envuelto con cuidado en la capa, encontró el casco de hojalata que completaba el atuendo del súbdito más noble y fiel al rey Alfonso VI.
Algo de vergüenza se apoderó de él cuando aspiró a encontrar el arma que le acompañaría en la histórica faena de deshacedor de entuertos, pero se absolvió a sí mismo por el tamaño y nobleza de la empresa justiciera. Así pues, lanzando cosas inútiles con ambas manos por encima de la cabeza, escarbó con rapidez hasta dar con la resortera de encino que admiró como aquel niño lejano que alguna vez vivió en el espíritu de don Rodrigo Díaz de Vivar. Entonces doblegó la cabeza a ras del precioso baúl, y con los ojos bien apretados, dio gracias al crucifijo con un Yo Pecador fervoroso.
Ataviado ya de héroe anónimo y justiciero, pues además de la capa y el casco de hojalata se embozó también el cubrebocas pandémico que lo volvió más anónimo y héroe que nunca, don Josefo Gallegos Cagancho, estacionó su humeante carcacha en el parqueadero de una enorme tienda de conveniencia y se ocultó entre una fila de autos fifí de medio pelo, desde donde vigiló concentradamente a la primera aspiracionista que con sonrisa y lentitud descendía por la escalera eléctrica: una güera alta de glúteos notables.
Un rayo de enojo cruzó por la mente del héroe cuando descubrió el aspiracionismo de su género, lo cual venció con otro Yo Pecador expedito y la edad poco propicia para la concupiscencia cumplidora. Fue cuando con esfuerzo concentrado fijó la atención en el carrito de supermercado repleto de superfluidad, entre lo que destacaba, por cierto, un innecesario aparato masajeador electrónico sobre la montaña de trivialidades conservadoras.
Con la rapidez y destreza de don Rodrigo Díaz de Vivar, empuñó don Josefo la resortera ya cargada con un guijarro de grava multiforme, salió de pronto del escondite, y poniéndose firmemente de pie en un carril del estacionamiento, acertó el resorterazo en plena nalga de la aspiracionista cuyo descomunal alarido alarmó y confundió a todo mundo. El guijarro rebotó después con tal fuerza que fue a dar contra la cabeza de un mendigo sentado al final de la escalera, lo que confirmó con mucha certeza la gran elasticidad del milagroso glúteo y la histórica resortera.
Ya en el escape afortunado, cuando don Josefo con intrepidez inusitada había volado la pluma del estacionamiento en mil pedazos y corría a la máxima humareda de su lenta carcacha por la avenida, se reprochó haber agredido sin querer al mendigo, lo que no fue su intención, aunque luego se conformó cuando con agudeza heroica razonó que los gachos mendigos también eran aspiracionistas de dádivas.
-Por lo demás, en cualquier transformación hay daños colaterales imprevistos, y ni modo -se dijo con risa socarrona interminable.