Amigos olvidados
En opinión de César Daniel Nájera Collado
El 12 de febrero de 1976, un vochito se alejaba rápidamente de Bellas Artes. A bordo iba un Gabriel García Márquez mareado pero enardecido, mientras que Mercedes Barcha, su esposa, sostenía una chuleta helada contra el pómulo y ojo izquierdo del escritor. Minutos antes, en el vestíbulo del Palacio, el colombiano había recibido un feroz puñetazo por parte de su antes gran amigo, Mario Vargas Llosa. Poco se sabe acerca del detonante, pero sin duda tal evento consumaría un rompimiento que jamás conocería reparación.
Lo que sí se sabe es que la relación de los dos ejes del boom ya se venía deteriorando por cuestiones políticas. Cuando se conocieron en el aeropuerto de Caracas, poco menos de nueve años atrás, ya habían intercambiado cartas e incluso se habían planteado realizar un proyecto a cuatro manos que nunca nació. Vargas Llosa vivía entusiasmado por la época en que vivían, con una revolución que admiró en demasía por ser la causante de una Cuba socialista; a su contraparte no le convencía mucho la idea, e incluso le aseguraba al peruano que todo saldría mal. Así pasó el tiempo, que vería poco después a García Márquez publicar uno de los libros más icónicos de la literatura: Cien años de soledad.
Sin embargo, en 1971, luego de varios viajes del colombiano a Cuba, los caminos de los genios comenzaron a separarse. El poeta Heberto Padilla es arrestado por el régimen castrista al acusarlo de realizar actividades subversivas e incluso ser agente de la CIA, y al ser liberado, pronuncia un discurso donde se arrepentía de sus escritos, claramente bajo la presión del gobierno. Ante esto, numerosos intelectuales, entre ellos Vargas Llosa, redactan una carta a Cuba en forma de protesta. Se buscaba que García Márquez también firmara, y al no poder contactarlo, deciden hacerlo por él. Al enterarse el novelista, se molesta sobremanera y pide que no se le vuelva a involucrar en nada parecido, rechazando firmar la segunda carta redactada. Asimismo, se une cada vez más a Fidel Castro, y se convence del hecho que América Latina debería tener un rumbo socialista, por más que el prototipo cubano tuviera varias imperfecciones; Vargas Llosa continúa desencantando, se opone al socialismo y comienza a defender posturas que consideraba “liberales”.
¿Qué pasa cuándo ni siquiera los más brillantes pueden encontrar terreno común? ¿Será que estamos predeterminados para el subdesarrollo, y sobre todo, para la discordia? Siempre habrá esperanza, pero es duro pensar en América Latina, en esta región más mágica que en los libros, que se ha olvidado de todo menos de odiarse a sí misma.