Arco Libre - La danza de la sumisión
Hugo Arco en Cultura
La otra vez, cuando la encontré por el parque oscuro, la rapté. Ya la había mirado. Me di a la fuga con ella atada de manos. Nadie nos tenía que ver, así que tuve mucho cuidado. Y es que valía bien el riesgo, estaban bien alargadas sus ramas y sus troncos roncos deambulaban por mis venas llenas de astillas. Ya en la lejanía, en medio de la nada, la solté para verla así, como toro enjaulado a punto de ser parte de mi carne de cañón.
Me quería decir algo pero no le permití. Le cerré la boca con un dedo y le advertí. “No vayas a intentar volar porque tengo atadas tus orejas al cemento”. Ya para aquellos momentos ella ya iba cediendo, aceptando según yo, pues poco a poco su intimidad se veía cómo se iba derritiendo sobre el suelo como una vela consumida. Estábamos por comenzar la danza de la sumisión. Le di un pequeño golpe en su bello rostro para despertarla ya que se notaba algo aturdida. Al recibirlo se prendió aun mucho más, con todo el ardor y todo el calor de lo inevitable.
Yo ya dentro no podía evitar reír de nervios, llovía placer y cada gota era peor que la cocaína. Por supuesto que no era la primera vez pero sí era la ocasión que más lejos había podido llegar. Estar con una desconocida descosida por mi piel era sin duda algo muy bueno. Y es que además, ya después en casa, más tranquilo, la iba yo a poder mirar, una y otra vez por mi viejo celular hasta que la amarga realidad me volviera a interrumpir. Ya con mi cabeza de vidrio bien entrada, llegando hasta su garganta de cristal, en el tercer clavado, ella se quedó sin responder. Se desmayó, bueno, eso creía. Supongo que la lengua no se hizo para lamer la sangre de los sometidos pero aquella vez yo me lamí toda la suya y se me escaldó completa. ¿Quién dice que no se puede domar a la mar? Yo hasta la pude amarrar.
Decidí ponerla en una bolsa negra de basura con cinta café. Sí, de esas grandes de basura para que ya en la madrugada, de forma discreta, pudiera llevármela hacia otro lado, ya lejos de aquél cuarto frío y vació de doña Inés. Pensé en el barranco pero me entró duda por lo lejos que se encontraba, el río de los Remedios fue la solución, total, ahí ya apesta. La dejé con un poco de plancton que después me comí. Luego de regreso, al dormir, entré en un sueño profundo y soñé que sonreía enamorada. Mis ojos obviamente se volvieron ciegos y se hundieron ante los espasmos de luz que se descubrían sin que se perdiera esa placentera sensación. Era como nadar desnudo en el líquido amniótico de su bebé, vestido transparente de su tela de placenta.
Al siguiente día, al despertar, mis ojos casi desaparecidos delataban a la sal, a la hierba y a mis reumas. Me eché un poco de alcohol en mi cara ya que la tenía un poco maltratada por las uñas que me había dejado enterradas. Hizo sangrar mi lunar. Al salir, me fui caminando para que poco a poco fuera tomando aire y fuera retomando mi vida. Me fui trotando, pasé de nuevo por aquél parque, respirando hondo para darle al corazón ese humo con aire que se necesita para poder continuar. ¡Venga! ¡Vamos! Luego, deduje que nadie me observaba y fue cuando me comencé a tranquilizar. De repente sonó mi celular y con espanto contesté, era mi mamá, me preguntaba que si iba a pasar a desayunar, le dije que sí, que ya iba para allá.