Escala de Grises - Somos todas
En opinión de Arendy Ávalos
En el marco del Día Internacional de la Mujer, organizaciones de la sociedad civil, colectivas y mujeres feministas convocaron una marcha en distintos puntos del país, mismos que se difundieron en plataformas digitales. Entre los objetivos principales de la protesta se encontraban la exigencia de justicia para las víctimas de feminicidio, acciones concretas por parte de las autoridades para erradicar la violencia de género y la garantía de nuestros derechos humanos.
Como cada año, las mujeres se dieron cita para protestar por los once feminicidios que ocurren todos los días en el país, por los máximos históricos en violencia familiar y abuso sexual alcanzados durante el 2021, por las desapariciones de niñas, adolescentes y mujeres; por la desigualdad y los distintos tipos de violencia que las mujeres enfrentamos a lo largo de nuestra vida.
Una de las primeras entidades en posicionarse al respecto fue la Ciudad de México, cuyo gobierno aseguró que esperaba una marcha “muy violenta”. De acuerdo con las autoridades capitalinas, tenían datos sobre 15 grupos que se preparaban para llevar a cabo ciertas agresiones durante la movilización. Martí Batres, secretario de Gobierno, informó que las asistentes llevarían “todo tipo de aparatos peligrosos”, como sopletes, picos y mazos.
En otra rueda de prensa, Claudia Sheinbaum, también confirmó que la marcha sería muy violenta. Sin más pruebas que sustentaran dichas afirmaciones, la jefa de Gobierno mencionó que su administración no reprimiría a las mujeres, solo contendría aquellas acciones que pusieran en riesgo a la ciudadanía.
Durante esa misma conferencia, Marco Olvera (reportero asiduo de las mañaneras), cuestionó a Claudia Sheinbaum sobre cuántos elementos de la policía, específicamente mujeres, se desplegarían para hacer frente a las “feminazis” que acudieran a la marcha. “Porque no creo que una ama de casa o una oficinista salga con bombas molotov a romper el Hemiciclo a Juárez o la Catedral Metropolitana”, complementó.
Usted podría pensar que, ante tal discurso de odio, la misma Claudia Sheinbaum detuvo todo y decidió posicionarse en contra de palabras que ni siquiera son válidas para nombrar al movimiento, pero no. Lejos de que le resultara insultante la comparación entre las exigencias de las mujeres con el nazismo, la funcionaria se limitó a decir “el nombre lo pusiste tú, no lo puse yo”, seguido de una sonrisa y el número exacto de mujeres policías que estarían en el Zócalo de la CDMX.
Una vez más, la jefa de Gobierno demostró que las expectativas y el cargo le quedaron grandes. Una vez más, Claudia Sheinbaum demostró que, a pesar de sus esfuerzos, de las pláticas con mujeres feministas y conversatorios, sigue sin comprender cuál es el problema. Una vez más, la ciudadanía comprobó que no basta con ser gobernada por una mujer para que la igualdad se vuelva realidad.
Bajo esta misma línea, Andrés Manuel López Obrador contempló que la protesta del 8 de marzo fuera violenta. Para no perder la costumbre, el presidente dijo que las mujeres que acuden a las marchas con el objetivo de generar ciertos daños representan una postura conservadora. Impresionante, ¿no le parece?
Sin embargo, parece que el conservadurismo, aunque se vista de izquierda, conservadurismo se queda. Premisa que se comprobó la mañana del pasado martes, cuando elementos de la Marina llegaron a proteger el perímetro de Palacio Nacional, inmueble que ya se encontraba rodeado de vallas metálicas. La ironía.
Ojalá esos mismos recursos fueran utilizados para investigar cada uno de los feminicidios que ocurren en el territorio nacional, para capacitar al personal de los Ministerios Públicos con perspectiva de género, para que las mujeres pudiéramos caminar seguras por las calles; para encontrar a los feminicidas, a los abusadores, a los acosadores. Ojalá las prioridades fueran distintas.
Tenía 12 años cuando fui acosada por primera vez. Era viernes y, para inaugurar el fin de semana, acudí al cine con mi mamá y mi hermano. Elegimos tres butacas justo en el centro de la sala. Recuerdo claramente que un hombre, mayor de 40 años, se sentó a mi lado.
Además de un saco doblado por la mitad, el desconocido llevaba una sombrilla, misma que colocó en el borde de su asiento. A pesar de que el descansabrazos marcaba una frontera entre mi cuerpo y el suyo, el hombre realizó un movimiento que terminó en un roce con mi muslo. Lo interpreté como un intento de recuperar su sombrilla antes de que se cayera al piso y lo dejé pasar.
El movimiento se repitió, pero el roce de su mano terminó en mi entrepierna. Mi sobresalto y el miedo en mis ojos lo hicieron sonreír. Evité su mirada y me quedé callada. Él tomó su saco, la sombrilla y salió de la sala. ¿Realmente había pasado? ¿Me lo había imaginado? La oscuridad del cine terminó por envolverme.
La película terminó y no pude hacer más que contener el llanto. No le dije a mi mamá ni al personal del cine, me sentía culpable. Como buena estudiante de una escuela católica, me limité a rezar. A pedirle a Dios que me quitara el sentimiento que, años después, logré identificar como impotencia. Pasó una década para que, por primera vez, pudiera hablar al respecto.
A los 22 años, salí del recinto en el que realizaba mi servicio social y, antes de que pudiera subirme al coche que esperaba por mí, escuché que una bicicleta se acercaba cada vez más a mí. Ignoré el ruido de la cadena. Segundos después, el hombre detrás del manubrio lanzó la palma de su mano contra mis glúteos.
El dolor del golpe me punzaba en la piel. Otra vez la impotencia. ¿Qué hago? ¿Grito? ¿Lo persigo? ¿Y si regresa? Observé el impacto en el rostro de los policías que se encontraban custodiando la entrada principal. No me ofrecieron más solución que entrar al recibidor y esperar a que pasaran por mí. Pasaron 10 minutos para que pudiera hablar al respecto mientras me ahogaba en un llanto de rabia descontrolado.
Entre los días se colaron más experiencias de violencia y sé que, a pesar de ellas, soy una mujer privilegiada porque he podido regresar a casa. Sin embargo, la impotencia, la rabia y el miedo se han convertido en mis acompañantes asiduos. No le cuento esto para victimizarme ni para provocarle sentimientos parecidos a la lástima, lo cuento para hacerle saber que, lamentablemente, comparto esta experiencia con millones de mujeres más.
Por eso hablamos en la primera persona del plural, por eso decimos “nosotras”, porque todas tenemos algo que contar, porque todas hemos sido violentadas de alguna manera y porque no nos alcanzan las letras para contarlo; porque la violencia de género nos atraviesa a todas. Por eso salimos a las calles a marchar.
Ponemos altares, sembramos flores y encendemos velas con la esperanza de llenar el vacío que los 11 feminicidios diarios nos dejan. Marchamos para visibilizar que nos cuidamos entre nosotras, para demostrar que no estamos solas. Rompemos para visibilizar que estamos hartas y cansadas de salir con miedo de nuestras casas.
Gritamos para llamar a la Justicia, para que nos escuche y logre llegar hasta el último rincón del país. Actuamos desde nuestras trincheras para, algún día, tener la certeza de que nacer mujeres no nos costará la vida ni la paz, para que el precio a pagar no sean nuestra seguridad ni nuestra libertad. La lucha de las mujeres no se termina.
Somos todas:
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