Discurso por el 10° aniversario del nacimiento del Movimiento por la Paz
Pronunciado esta mañana ante el monumento a las víctimas, frente al Palacio de Gobierno, en Cuernavaca
Hoy, 28 de marzo de 2021, se cumplen 10 años del surgimiento del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), 10 años de que la masacre de siete personas, entre las que se encontraba mi hijo Juan Francisco, nos echó a caminar por toda la República Mexicana y los Estados Unidos, dando voz a las víctimas y buscando verdad, justicia y paz; 10 años de que, pese a todo lo hecho, la violencia, lejos de disminuir, ha crecido exponencialmente y la verdad, la justicia y la paz son sólo tres palabras vacías en la retórica de gobiernos coludidos con el crimen; 10 años desde que a nuestra llegada al zócalo de la
Ciudad de México, dijimos: “ Sin una limpieza honorable de las filas (de los partidos) y un compromiso total con la ética política, los ciudadanos tendremos que preguntarnos en las próximas elecciones ¿por qué cartel y por qué poder fáctico tendremos que votar?”
Ningún partido ha hecho esa limpieza y la pregunta, en víspera de las elecciones de junio, sigue siendo tan vigente como hace 10 años: “Por qué cartel y por qué poder fáctico tendremos que votar?”. Llámese PRI, PAN, PRD, PT, Verde, PES, MC, Morena... Llámese Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto o Andrés Manuel López Obrador, todos, gobiernos y partidos, han estado del lado de los victimarios y nunca de las víctimas. Unos y otros, en complicidad con grupos criminales y poderes fácticos en turno, han convertido al país en una inmensa fosa clandestina, llena de destazados, mujeres violadas, redes de trata, niñas, niños y adolescentes masacrados; unos y otros han privilegiado las redes de macrocriminalidad que tienen vejada y secuestrada a la nación. En estas condiciones la democracia es sólo un simulacro y las urnas, que nos aguardan el 6 de junio, un símbolo del horror y de la sangre que legitima a delincuentes como Salgado Macedonio en Guerrero o Ricardo Gallardo en San Luis Potosí, por nombrar sólo a los más representativos de esta realidad.
Cuando hace 10 años el MPJD apareció, había 40 mil asesinados (mujeres y hombres), 10 mil desaparecidos (mujeres y hombres) y un montón de fosas clandestinas todavía sin descubrir. Hoy hay más de 300 mil asesinados, más de 84 mil desaparecidos, más de 4 mil fosas clandestinas y más de 39 mil cuerpos en los Semefos sin identificar.
Sólo en los dos años y tres meses del gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha habido más de 70 mil asesinados. Según datos de Causa en Común, en lo tres primeros meses de 2021 ha habido 865 actos atroces, que involucran a 963 víctimas. De ellos, 158 son actos de tortura, 114 de descuartizamiento y destrucción de cuerpos, 86 masacres, 72 asesinatos de niñas, niños y adolescentes y 115 fosas clandestinas.
En la era de la banalidad y el show, donde todo no sólo es líquido, sino licuante, el poder implica desechar lo que le estorba. Es la base del “neoliberalismo” que lo mismo genera desechos radiactivos que desechos humanos. Las Abejas, de Acteal, Samir Flores, Basilia Castañeda, los 43 de Ayotzinapa, las muertas de Juárez, las mujeres y los niños Le Barón, masacrados en Bavispe, el exterminio de los migrantes en San Fernando y recientemente en Camargo, Tamaulipas, el de los albañiles de Tonalá, el de policías en el Edo. de México, el de mi hijo Juan Francisco y sus seis amigos, los desaparecidos de las fosas clandestinas de la Fiscalía de Morelos, pertenecen a estos últimos (la lista es interminable). Todos ellos, no existen. O si existen -otra forma de la inexistencia-- lo son como las cifras que acabo de dar, que en su abstracción no comprometen a nada o como expedientes que se acumulan en las procuradurías y los juzgados, o como rostros llenos de desesperación tras las mesas de los Ministerios Públicos. Son externalidades negativas que a veces incomodan, pero que tarde o temprano desaparecen tragadas por el reflujo mediático, el juego del poder y su disfraz de democracia.
Al igual que para Calderón y Peña Nieto, para López Obrador –un hombre que cabe perfectamente en el mismo saco al cual dice no pertenecer--, las víctimas no existen. Son seres siniestros que representan el pasado y hay que ignorar, despreciar, criminalizar, desaparecer en las fosas del olvido, en nombre de una transformación intoxicada de muerte y odio.
Para él, las víctimas, como lo expresó a finales de enero del 2020 frente a la caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz, convocada por el MPJD, para hacer valer compromisos contraídos públicamente por el propio López Obrador, son un show que mancha su investidura, un “show” al que recibió en la Plaza de la Constitución con un grupo de provocadores llenos de violencia y odio. Son, como lo expresó este 8 de marzo, frente al movimiento feminista que reclamaba contra la violencia de género y la imparable ola de feminicidios,
“retardatarias al servicio del conservadurismo”. A ellas les levantó un muro y lanzó gases lacrimógenos para preservar esa misma investidura, tan vacía, como manchada de sangre. Son, exclamó el 10 de febrero de 2019, sobre el cadáver de Samir Flores y de los pueblos indígenas, que se oponen a sus megaproyectos, “conservadores radicales de izquierda”. Nada, fuera de un lenguaje más virulento y procaz, lo separa de la complicidad con los fenómenos de macrocriminalidad de los gobiernos que lo antecedieron. Su “Ya chole” es de la misma especie del “Ya supérenlo” de Peña Nieto o del “Se están matando entre ellos” de Calderón. Nada lo separa del afán de sus antecesores de mantener y legitimar al ejército en las calles. Nada lo separa de la traición, la persecución y devastación de los pueblos indígenas. Nada, con excepción de tener un gabinete con mujeres sumisas, lo separa de la misoginia y el machismo de Calderón, de Peña Nieto y de tantos otros presidentes que los antecedieron. Como ellos, su gobierno tiene los mismos casi absolutos índices de impunidad. Nada tampoco lo separa de los gobernadores de su partido o de otros partidos que por omisión, comisión o cobardía, se niegan a tomar el partido de las víctimas y consienten la violencia en sus territorios. Él es uno más de la ya larga cadena de administradores de este infierno, cada vez más profundo y ancho, llamado México; uno más de los constructores de ese inmenso tzompantli que el poder no ha dejado de edificar desde tiempos remotos; uno más que muestra la contraproductividad del Estado mexicano.
La palabra, acuñada por Iván Illich, es precisa. Las instituciones se hacen contraproductivas en el momento en que las acciones que realizan se vuelven contrarias a sus fines. Cuando un Estado, cuyo razón de ser es garantizar la justicia y la paz de una nación, se vuelve garante de la injusticia y de la violencia, es un Estado contraproductivo, inoperante y criminal.
La única diferencia de este gobierno, mal llamado de la Cuarta Transformcación, con los gobiernos anteriores es que con Andrés Manuel ya no hay pretexto para no verlo. Su ascenso al poder nació de la última esperanza de un pueblo sometido al crimen y al saqueo de las partidocracias, las organizaciones criminales y los poderes fácticos, una esperanza que él mismo se ha encargado de traicionar. Prometió terminar con la violencia y la ha alimentado; prometió hacer justicia a la víctimas y las criminalizó y las abandonó al olvido; prometió regresar al ejército a los cuarteles y les ha dado el control de instituciones; afirmó que haría valer los Acuerdos de San Andrés y no ha dejado de arrasarlos con megaproyectos; ofreció ser un gobernante en favor de los derechos de las mujeres y les levanta muros, les lanza gases lacrimógenos y se burla de sus sufrimientos; prometió terminar con la corrupción y la impunidad, y su gabinete y partido están plagados de ellas; prometió medicinas para todos y ha abandonado a los niños al cáncer; desdeñó la pandemia y tenemos más de doscientas mil víctimas que se agregan a las cientos de miles que han cobrado el crimen organizado y el Estado. Con Andrés Manuel y después de él, ya no hay futuro. El Estado está roto. Estamos solos. Desde hace mucho lo estamos. Las elecciones que vienen no sólo refrendarán esa soledad, serán una vez más, como ya lo están siendo, las elecciones de la ignominia donde la amenaza, la coacción, el dinero sucio y la muerte legitimarán una vez más cárteles y poderes facticos. Si el crimen aún manda es porque hemos aprendido a obedecerlo mediante sus simulaciones democráticas
Frente a ese vacío, urge más que nunca descapturar al Estado de las redes de macrocriminalidad; urge aplicar una política de Estado basada en la Justicia Transicional, cuyos mecanismos se implementan cuando realmente se pretende hacer un cambio de régimen y no sólo una rotación en las élites, una política con la que el presidente electo López Obrador se comprometió el 14 de septiembre de 2018 y traicionó una vez que se sentó en la silla presidencial; urge una transformación. Ella no vendrá del Estado ni de los paridos ni de los gobiernos. Quien la prometió, la sepultó en las fosas y las urnas de la ignominia. La transformación genuina y legítima vendrá, como no han dejado de repetir los zapatistas, de abajo, de las márgenes, de las resistencias, de la unidad de una nación rota. A 10 años del MPJD, a 27 del levantamiento zapatista, a unos días del 8M, urge una nueva rebelión de todas las víctimas. Quizás el movimiento feminista, que ha tomado la punta de lanza en la resistencia, pueda convocarla. Quizá pueda congregar a varios pilares de la dignidad que resistimos ante el poder político-criminal: los familiares de víctimas de la guerra que exigimos justicia, los pueblos originarios que defienden la vida y el territorio, las universidades, las organizaciones de derechos humanos, los intelectuales, los artistas, los científicos. Quizá. En todo caso urge frente a la inhumanidad de un Estado que perdió el rumbo y se ha desmoronado.
Seguimos estando hasta la madre.