De voz en voz - Entre flores y feminicidios: el doble rostro del Miquixtli

En opinión de Tania Jasso Blancas

De voz en voz - Entre flores y feminicidios: el doble rostro del Miquixtli

La semana pasada, del 31 de octubre al 2 de noviembre, se celebró en Morelos la 32ª edición del festival Miquixtli. Hubo desfiles de catrinas, conciertos, flores de cempasúchil y un sinfín de colores que buscaban honrar a los muertos. Este año, Tlaxcala fue el estado invitado, y su gobernadora, Lorena Cuéllar, acudió al llamado de su homóloga morelense. La consigna oficial fue luminosa y poética: “Mujeres, Raíz, Memoria Viva, Flor Eterna”.

Pero detrás de esa frase —tan cuidadosamente diseñada para brillar en carteles y escenarios— se esconde una ironía dolorosa. Porque mientras las autoridades posan entre flores y discursos sobre la “memoria viva”, la realidad es que, en Morelos y Tlaxcala, la muerte sigue siendo el pan de cada día para muchas mujeres.

Hace ya diez años que se decretó la Alerta de Violencia de Género en el estado de Morelos. Diez años en los que la promesa de justicia se ha ido marchitando, como una ofrenda olvidada al final del Día de Muertos. Morelos ocupa el primer lugar nacional en feminicidios, según las propias cifras federales. Y lo más alarmante es que la tendencia no parece ceder.

Entonces, ¿qué celebramos? ¿Qué sentido tiene vestir de catrinas a las niñas mientras seguimos llenando carpetas de investigación por feminicidio? ¿De qué sirve rendir homenaje a la vida y la muerte si la impunidad sigue siendo la única constante?

Quizá si todo el esfuerzo, el dinero y la planeación que demandan estos festivales se destinaran a fortalecer la atención a víctimas, a garantizar justicia para las familias que claman verdad, y a prevenir nuevos casos, podríamos hablar realmente de “memoria viva”. Pero hoy, lo que tenemos es una memoria herida.

En Morelos, los feminicidios no son estadísticas: son vidas truncadas, proyectos rotos, familias que no encuentran consuelo. Como el caso de Andrea Maylin Chino Ramos, quien denunció a su agresor y no fue escuchada. Hoy, Maylin ya no está, y su presunto asesino sigue prófugo. Su historia no es una excepción. Es el espejo de una negligencia institucional que se repite en cada rincón del país.

Cada expediente mal integrado, cada carpeta abandonada, cada omisión de las fiscalías es una traición. No solo a las víctimas, sino a todas las mujeres que seguimos vivas. Porque la impunidad no solo perpetúa la injusticia, la reproduce.

Mientras tanto, los gobiernos estatales siguen encontrando en los festivales una salida fácil: algo que da buena prensa, que viste de cultura la desatención, que maquilla la violencia con flores. Tlaxcala y Morelos se hermanan en ese contraste: ambos estados con una herida abierta en su trato hacia las mujeres, ambos celebrando el arte y la vida mientras fallan en protegerlas.

La cultura tiene el poder de sanar, de unir, de dar sentido a lo que duele. Pero cuando se usa como distracción o como escaparate político, se vacía de significado. El Miquixtli debería ser una celebración de identidad, no un espejismo de justicia.
La verdadera memoria viva no se construye con escenarios ni con discursos: se construye con acciones concretas, con políticas públicas que funcionen, con instituciones que respondan, con sentencias que lleguen.

No se trata de cancelar los festivales, sino de ponerlos en su justa dimensión. De dejar de fingir que un evento cultural puede reemplazar años de abandono institucional. La flor eterna no florece en tierra de impunidad.

El Estado no puede seguir aplaudiéndose por organizar eventos mientras las madres siguen marchando con las fotos de sus hijas. No puede hablar de “raíces” mientras arranca de cuajo la confianza de la sociedad.

Si de verdad queremos honrar a las mujeres —las vivas y las que ya no están—, hay que empezar por escuchar, proteger y actuar. No con lemas, sino con leyes que se cumplan. No con festivales, sino con justicia.

La memoria viva no está en las flores del altar ni en los desfiles. Está en la exigencia diaria de quienes no se rinden, en la valentía de las que siguen denunciando, en el dolor convertido en resistencia.

Quizá las mujeres morelenses y tlaxcaltecas no necesitamos más escenarios ni más discursos sobre la vida. Tal vez lo que nos hace falta es más justicia, más protección y menos festivales.