Cuando la dignidad se hizo costumbre. Doña Rosario Ibarra, la mujer que peleó sin odio.
En opinión de Aura Hernández
“Hay hombres que luchan un día y son buenos; hay otros que luchan un año y son mejores; hay quienes luchan muchos años y son muy buenos; hay quienes luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”
Bertholt Brecht
La semana pasada, a propósito de la participación de las mujeres en la vida pública de nuestro país, me referí en este mismo espacio a varias mujeres imprescindibles, entre ella a una en especial: Doña Rosario Ibarra de Piedra. Dije entonces que esta mujer es un símbolo del siglo XX mexicano, cuyas luchas tienen una extraordinaria vigencia en la actualidad, por ello creo que reflexionar sobre su legado es rendirle un homenaje a esa mujer incansable, a quien por fin el Estado reconoce su obra al otorgarle la medalla Belisario Domínguez.
A principios de los años noventa del siglo pasado, tuve el grandísimo privilegio de sentarme a la misma mesa de esta mujer extraordinaria, gracias a Edurne Grela entonces mi jefa y amiga a quien tenía con la Doña una amistad entrañable.
Doña Rosario acudió a Morelos a acompañar un mitin para exigir la presentación con vida de José Ramón García Gómez, quien fue desaparecido en diciembre de 1988, luego de ser candidato por el distrito de Cuautla por el Frente Democrático Nacional. José Ramón era también militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores y fue detenido por policías del estado de Morelos en la ciudad de Cuautla y fue también la primera víctima de desaparición forzada del periodo salinista.
El activismo de familiares, amigos y compañeros de José Ramón García Gómez exigiendo su presentación con vida, puso en evidencia, entre otros vicios del Estado la utilización de los aparatos de justicia para reprimir la disidencia política.
En el Morelos de esa época, esa criminalización de la disidencia tenía nombre y apellidos: el grupo de investigaciones políticas de la Procuraduría General de Justicia del estado de Morelos, cuerpo policíaco con una, muy bien ganada mala reputación. José Ramón aún sigue desaparecido.
Doña Rosario, acostumbrada a hurgar en los rincones más sórdidos del Estado mexicano, en busca de su hijo Jesús y luego con las “Doñas” del Comité Eureka en la búsqueda de los hijos de ellas, no le tembló la voz en Cuernavaca, para exigir la presentación con vida de García Gómez, ni tampoco para denunciar los excesos de Estado ante los pocos medios de comunicación de Morelos que cubrimos su visita. Así era su lucha, con todo en contra, sin reflectores, pero con una gran tenacidad.
A la mujer que fue 18 veces a Naciones Unidas, que se entrevistó más de 30 veces con Luis Echeverría, que ha visitó cárceles y cuarteles, que fue propuesta para premio Nobel de la Paz en cuatro ocasiones, que cambió su vida para consagrarse en la búsqueda del hijo arrebatado, que buscó a su hijo y a los de otras, le debemos entre otras cosas la apropiación de la noción de derechos humanos que en esa época sonaba a trasgresión.
A Doña Rosario le debemos también, con sus asegunes, la CNDH; le debemos que hoy se pueda judicializar el delito de desaparición forzada; le debemos, sobre todo que hoy por fin, haya jueces que se han atrevan a juzgar a integrantes del Estado por ese mismo delito, del cual ella decía: “tenemos la culpa todos los apáticos de este país que no han luchado contra ese crimen de lesa humanidad que es la desaparición forzada”.
Le debemos un buena parte del avance democrático, le debemos que el Estado pida perdón, le debemos que el Estado se haya visto forzado a crear organismos defensores de derechos humanos como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, al que hoy su hija, Rosario Ibarra, es candidata a presidir.
Doña Rosario, una mujer que fue espiada por el Estado, reprimida, ignorada, fue una mujer que luchó sin odio, como dijo su hija Rosario a los medios de comunicación a raíz del anuncio del Senado de la República de que la medalla Belisario Domínguez le sería otorgada. Ella es, es sin duda, una de esas mujeres imprescindibles. Como lo dijo Carmen Aristegui, no hay medallas que alcancen para reconocer la fuerza y la contribución de Doña Rosario a la historia del país