Juego de Manos - El vino que se pudre
En opinión de Diego Pacheco
Pareciera que se enfatiza de manera excesiva la importancia de dar atención a los diferentes casos de violencia de género que ocurren en México y en el mundo, en ocasiones; no obstante, basta con solo mirar a los datos duros para dar cuenta que estos no se tratan de hechos aislados, sino de patrones de conducta que se reproducen y afectan a millones de mujeres, de manera cotidiana, en todo el planeta. Y las cifras son alarmantes.
De acuerdo con una investigación publicada el pasado 16 de febrero en la revista médica británica The Lancet —dentro de la cual se capturaron las respuestas de 2 millones de mujeres provenientes de 161 países y áreas, con lo que se cubrió el 90% de la población mundial de mujeres de 15 años en adelante— se concluyó que 27% de las mujeres (es decir, poco más de 1 de cada 4) han experimentado violencia física, sexual o de ambos tipos por parte de su pareja íntima masculina en algún punto de sus vidas. De igual manera, se estima que entre el 38% y el 50% de los asesinatos de mujeres a nivel global son llevados a cabo por sus parejas íntimas.
Ojo, a pesar de que esta problemática se ha agudizado durante la pandemia, la violencia ejercida por parte de las parejas ya era una realidad grave antes del surgimiento de la covid-19 en el mundo. De hecho, este trabajo estima que en 2018 hasta 492 millones de mujeres de entre 15 y 49 años habían sido víctimas de violencia física, sexual o de ambos tipos en algún punto de sus vidas. Este es, como ya se ha mencionado dentro de este espacio, un problema añejo que, a diferencia de un buen vino, el tiempo y la inactividad solo lo empeoran.
Ahora, como en todo, el ojo no debe detenerse con las afectaciones directas y evidentes de este fenómeno. La gravedad de la elevada tasa de violencia íntima no se encuentra únicamente en el acto per se, sino también en las consecuencias desencadenadas por este. Cuando hablamos de violencia física y/o sexual en el nivel más íntimo debemos contemplar un daño en el desarrollo de las víctimas —más aún cuando las agresiones ocurren a temprana edad—. Los daños físicos y psicológicos a corto y largo plazo pueden llevar a trastornos, heridas auto infringidas e, inclusive, la muerte de la víctima.
A partir de que comprendemos esto podemos dar sentido a lo señalado por la coautora de este estudio, la mexicana Dra. Claudia García-Moreno, quien argumenta que los resultados encontrados muestran que la violencia contra las mujeres por parte de sus parejas íntimas es un problema de salud pública mundial (ojo en que no encasilla el fenómeno al ámbito de la seguridad pública).
Las organizaciones involucradas en el desarrollo de este estudio concuerdan con la necesidad de atender esta problemática desde la raíz, a partir de una intervención en las instituciones formadoras de personas (como las escuelas) para eliminar prejuicios y actitudes discriminatorias y sexistas, derogar las legislaciones que violentan los derechos y la integridad de las mujeres (como la criminalización del aborto) y eliminar la brecha salarial que impide el desarrollo óptimo de este grupo poblacional.
Entonces, ¿qué hacemos? Si bien el reto para la administración pública es mayúsculo, como integrantes de nuestra sociedad tenemos, de igual manera, una responsabilidad con la construcción de un futuro mejor y más seguro. El trabajo de cambio de paradigma sobre el rol social de la mujer requiere, imperativamente, de la participación de la sociedad. Esto es, hacer un trabajo de información, análisis y autocrítica sobre el comportamiento propio y de nuestros alrededores, así como un esfuerzo gigante por encontrar nuestros errores y trabajar en corregirlos. Nublar la vista o voltear la mirada no elimina el hecho de que la violencia está, lamentablemente, en las esferas más íntimas.
Por cierto
El 14 de febrero, la familia de una niña indígena oriunda de Guerrero denunció al personal médico del Hospital Raymundo Abarca (en Chilpancingo) por negarse a interrumpir el embarazo de la menor de edad —bajo el argumento de objeción de conciencia— a pesar de que contaban con un oficio del ministerio público que avalaba dicho procedimiento. La niña, cuyo nombre no será utilizado en este espacio, fue víctima de una violación por parte de su primo.
Dos días después, la menor de edad fue recibida dentro del Hospital de la Madre y el Niño Guerrerense donde, asegura la Secretaría de Salud, se llevará a cabo la interrupción del embarazo dentro de la unidad de cuidados intensivos. De igual manera, aunado a los cuidados brindados por las y los especialistas, su familia recibirá albergue y comida hasta la total recuperación de la paciente.
Pero, más allá de las particularidades llamativas, ¿qué nos dice este caso? En primer lugar, que, si bien existen protocolos y legislaciones que, en teoría, deberían asegurar el acceso a este derecho bajo ciertas condiciones; en la práctica el cumplimiento de las normas no se cumple de manera efectiva. En este caso, más allá del necesario trabajo legislativo, podemos ver una falta de capacitación y cumplimiento de las funciones por parte del personal encargado de brindar la atención médica a las personas.
Sí, las y los doctores tienen el derecho de negarse a practicar un aborto; no obstante, están obligadas a remitir a las personas embarazadas a un especialista que les haga valer su derecho humano a la interrupción del embarazo de manera segura y efectiva. Asimismo, el intentar convencer a una persona a continuar con su embarazo en contra de su voluntad —como ya ha ocurrido en múltiples ocasiones dentro de esta entidad— es una violación directa a sus derechos fundamentales.
Ahora, a pesar de que este embarazo fue producto de una violación por parte de un familiar, sobra decir que la voluntad de la persona embarazada debe ser suficiente para que ella pueda acceder a un aborto seguro, porque los derechos humanos no deben estar sujetos a una narrativa trágica, sino sostenerse como garantías irrevocables de las personas.
Citando a una pancarta protestante, “el producto de una violación no es una bendición”: